TPtarece que el menosprecio de corte y la alabanza de aldea ha pasado de motivo literario del siglo de oro a eslogan mercantil en nuestros días: a cada paso que das en Cáceres, la advertencia te sigue: pan de pueblo, vino de pueblo, miel de pueblo, mermeladas, licores y dulces de pueblo. Tales productos se aprecian cada día más y la tendencia a los remedios caseros, la fiebre por la parcela y el vino de pitarra, confirman la percepción de que estamos, como dijo el poeta, "tirando piedras a la luna, tirando besos a la aldea".

Si al pueblo se le veía antaño como signo de estancamiento frente a la desarrollada ciudad, hoy parece resurgir otra vez como nostálgico modelo del beatus ille , toda vez que la urbe proporciona todo el mundanal ruido imaginable y aleja de la apacible vida soñada.

Y es que es fácil admitir que quien tiene un pueblo tiene el universo: el río, las estrellas, los montes, el vecino, las callejuelas, las campanas, la taberna, la vida sin otro calendario que las cosechas, "el dilatarse cuanto más te estrechas", que decía Francisco de Quevedo : el estilo directo de una vida sin embates ni colapsos.

Esta tendencia geórgico/bucólica es plausible porque apuesta por valores contrastados, pero lo sería más si despejara la evidente contradicción entre la meritoria alabanza del pueblo y sus productos y el progresivo e imparable abandono del mismo.

*Licenciado en Filología