El entierro ayer de Antonio Izquierdo, el último asesino de Puerto Hurraco, debería servir para sepultar de una vez un episodio que ha marcado a esta región. Los medios de comunicación, tan aficionados a los lugares comunes y a repartir sambenitos, han utilizado de continuo la tragedia ocurrida en 1990 en esta pedanía de apenas 160 habitantes como una metáfora de lo peor de Extremadura. Como si la venganza, ese sentimiento que anida en muchos hombres de todas partes y de todas las épocas según se ha encargado de contar la literatura universal, fuera un fruto que solo germina por estos pagos. De izquierdos está llena la Tragedia griega y prototipos como los dos hermanos animaron a Shakespeare a crear Hamlet, sin que por ello ni el Olimpo ni Dinamarca tengan que arrastrar la condena que han arrastrado Puerto Hurraco y Extremadura desde la aciaga noche de agosto de hace 20 años en que Antonio y Emilio dieron rienda suelta al torrente de odio que habían ido incubando durante años. Con el entierro de Antonio Izquierdo, sin que nadie le llorara y sin que nadie le eche de menos, debería ponerse fin a la onda expansiva de un crimen que ha obligado a tener que dar explicaciones a una comunidad de ciudadanos iguales a cualquiera. Ojalá que el entierro del menor de los Izquierdo signifique que para siempre quedará bajo tierra el estigma de Puerto Hurraco.