TEtl sábado pasado, una marea humana recorrió las calles de Madrid. Como siempre, es difícil saber cuántos: el arco de la participación va desde 100.000 a 1.400.000, según quien les cuente. En todo caso, fueron muchos, muchísimos, eso es incontestable. En la cabecera una pancarta exhibía las razones de la manifestación: "Por ellos, por todos... en mi nombre no". La memoria es frágil, pero no recuerdo ninguna manifestación en la historia de nuestra democracia cuyo lema eluda la causa de la misma. Esos puntos suspensivos encierran la sustancia de la protesta, pero no se concreta. En mi nombre no... ¿qué? , cabe preguntarse. El presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, Francisco José Alcaraz , desveló en su manifiesto lo que ocultaban los puntos suspensivos y habló, entre otras cosas, de un Gobierno arrodillado ante ETA, que cambia la política antiterrorista y que está más cerca de los terroristas y su entorno que de las víctimas.

Si la masiva respuesta ciudadana es incuestionable, la andanada lanzada por Alcaraz puede contestarse punto por punto: ni objetivamente se ha variado la política antiterrorista --las detenciones, los procesos, las extradiciones de terroristas lo demuestran--, ni hay pruebas de que el Gobierno haya claudicado ante ETA, ni se puede afirmar con una mirada decente que el presidente del Gobierno está más cerca de los terroristas que de las víctimas. De momento, lo único que tenemos es una resolución del Congreso de los Diputados, aprobada por todos los partidos salvo el PP, que autoriza el diálogo con ETA siempre y cuando se dé una condición previa: que la banda terrorista abandone definitivamente las armas. Por cierto, una declaración copiada textualmente del Pacto de Ajuria Enea, votado, entonces sí, por el PP. Eso es lo que hay. Lo demás es ruido.

El problema es que al frente de la fanfarria se sitúan quienes un día sí que hablaron con ETA y quienes entonces callaron, no viendo inconveniente alguno en esas conversaciones. Resulta paradójica la situación, como resulta paradójico que la etapa más larga sin muertos en la sangrienta historia de ETA haya registrado tres manifestaciones, y que éstas no hayan sido contra la banda --que sigue extorsionando y atentando, aun sin muertos-- sino contra el Gobierno. Cada vez que se ha producido un atentado mortal en este país hemos oído a los familiares de las víctimas expresar un deseo profundo, compartido por todos: ójala que ésta sea el último muerto. Pues eso, ojalá los policías nacionales Julián Embid y Bonifacio Martín , asesinados en Sangüesa (Navarra) hace tres años, sean las últimas víctimas de ETA. Y ojalá se recupere una unidad que ha costado mucha sangre y cuya ruptura sólo satisface a los asesinos. Mientras tanto, respeto, afecto, dignidad y justicia para las víctimas, y todo el apoyo para las instituciones que tienen la legitimidad democrática --y la obligación-- de aprovechar cualquier resquicio que nos permita acabar definitivamente con esta pesadilla. Como lo hicieron otros, con buena voluntad, con la complicidad de la oposición y con el silencio de quienes ahora protestan. Y entonces sí, todos tendremos que estar vigilantes sobre los pasos que se den.

*Periodista