Ayer estuve en una boda. Los novios estaban guapísimos y los invitados les correspondían y participaban con respeto y con actitud positiva en la ceremonia... en su mayor parte. Algunos no se dignaron a entrar al templo. La excusa era preparar el arroz y el típico embalaje del auto nupcial. El verdadero motivo: incapacidad de contener su adicción al cigarrillo. ¡Qué fastidio no poder fumar en el templo del señor!

Después de la boda se inició el banquete. Sonó el Lohengrin, sirvieron los aperitivos, los entrantes, el primer plato, el segundo plato, el postre, el pastel nupcial con música elegida por los novios... Una de las mesas estaba formada por los menores: cerca de 20 niños menores de 15 años. Llega el turno de los padrinos: pasan por las mesas ofreciendo un detallito inocente para los caballeros, puros habanos, y para las damas, cigarrillos rubios americanos. Quien más quien menos sin regalo, penalizado por tomar una opción más saludable para mí y mi entorno. Los niños contemplaban con atención esta escena normal y se preguntaban íntimamente: ¿Por que a mí no? Unos comensales de mi mesa acababan de dejar de fumar. Lo estaban pasando mal y se plantearon probar unas caladas aunque finalmente resistieron la tentación. Tiene su mérito, ¿cuántos exfumadores recaen en bodas, bautizos y comuniones? ¿Cómo no van a comenzar a fumar muchos adolescentes después de contemplar estas escenas? El local comenzó a llenarse de alegría, gritos de ¡vivan los novios!, pero también a llenarse de humos enfriados por el sistema de refrigeración, pero ricos en cancerígenos y en irritantes de nariz, ojos y garganta. Poco después de los postres y los cafés, algunos nos despedimos y abandonamos un ambiente muy alegre pero irrespirable. Los padrinos no saben el daño que hacen repartiendo tabaco en las bodas. Disculpémoslos por sus buenas intenciones. RODRIGO CORDOBA GARCIA. Zaragoza