XExl sábado pasado, 23 de abril, Día del Libro, y este año conmemoración del IV Centenario de la publicación de El Quijote, la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes recibía como nuevo académico de número al excelentísimo don Manuel Pecellín Lancharro , Manolo Pecellín. Cuando le saludé, poco antes de comenzar el acto, Manolo estaba radiante pero incómodo dentro de un esmoquin al que, evidentemente, no estaba acostumbrado. Pero allí, erguida la mirada, recibía felicitaciones el muchacho antiguo de Monesterio, el hijo y nieto de campesinos, infante de la jesa , experto en tórtolas y torcaces, niño jonalero en el huerto familiar, malabarista con los bolindres, adolescente despierto, señor de cañadas y cordeles, teólogo mozo, buscador de la justicia y la solidadidad que trasciende biblias y catecismos para hacerse encarnadura en el hombre y parecerse a Cristo, al Cristo del pan y los peces, investigador de los tuétanos de la literatura extremeña, escritor prolífico, académico... Manolo Pecellín.

Observándole luego, mientras atendía a los invitados con aquella apariencia de traje prestado y departía cordialidad con amigos y parientes, tuve la sensación de que pocas veces era la púrpura tan merecida, pocas veces alguien lleva el esmoquin con tanta dignidad. En su homenaje, gentes sencillas, paisanos de la falda de Aracena y Tentudía se mezclaban con literatos, pintores y enseñantes, intelectuales y políticos, en fin un pluralísimo espectro de su tierra que es la mía.

Mientras Manolo Pecellín desgranaba las páginas de su magnífico discurso de ingreso, a veces teñidas de una verdosa ironía, otras de blanca ternura, algunas, más oscuras, rememoradoras de un tiempo de hambre y posguerra, cuando los más pobres del pueblo llamaban a la puerta de su casa labradora pidiendo algo de pringue. Mientras nos decía estos asuntos con palabra directa y exacta, mi niñez se cogía de la mano de la suya, aunque realmente nos conociéramos hace sólo un par de lustros en Plasencia. Se celebraba allí un congreso de escritores extremeños y yo, alejado siempre de grupos y generaciones por las cautelas con que por entonces se me recibía en los ámbitos poéticos (¿poesía un Guardia Civil? ¡Así será!), había decidido acudir por primera vez a un encuentro de este tipo, armado además con una comunicación titulada Otras voces, otros silencios en la que cuestionaba el famoseo literario y sus artes de escalada, exclusión, ninguneo, excomunión y otros dogmas que rigen este mundillo.

Ciertamente, no me equivoqué. No me resultaba fácil entrar en corro, entablar conversación, cuando alguien se me acercó: soy Manolo Pecellín; escribí unas líneas sobre tu poemario Territorio corporal . Confieso que un cálido sentimiento de gratitud me invadió al estrechar su mano. Hablamos. Me atendió desde esa virtud escasa que consiste en escuchar al otro. En aquellos tres días observé con atención el rigor de sus intervenciones, el enorme respeto con el que se le escuchaba, su prestigio en el grupo. Nació allí una amistad que se amasó y hoy cultivo como uno de los dones que la literatura me ha permitido adquirir. Manolo Pecellín es mi amigo; el amigo que me atiende siempre en el teléfono y el correo; el amigo que ha escrito sobre mis libros con rigor --él no sabría hacerlo de otra manera-- pero con prudente generosidad; el amigo cierto que sabes fiel porque él no podría serlo de otra forma.

Cuando se cerró la jornada inolvidable en la sede trujillana comprendí que aquel sábado 23 de abril ingresaba en la academia un trabajador del lenguaje, un hombre respetado por todos y admirado por muchos. En aquel acto la estirpe campesina quedaba reconocida con total justicia en un hombre sencillo que, obligado al esmoquin por la solemnidad de la ocasión, mostraba su humildad emocionada como rasgo inequívoco de hombre sabio.

*General de la Guardia Civil