Nos horroriza la guerra. Imposible de olvidar tanta sangre derramada. Los ojos de aquella niña, famélica y herida que se apagaban a la vida, me traían el recuerdo de millones de niños que no pudieron escribir su historia, hundidos en el anonimato para siempre por la botas del opresor. Ahora, cuando todavía suenan los estampidos de las bombas, mientras la televisión nos muestra montones de cuerpos destrozados junto a los escombros humeantes y millares de hombres, mujeres y niños dedicados al pillaje y a la destrucción, hablan de la reconstrucción de Irak. ¡Qué difícil...!

La estatua de Sadam arrastrada y pisoteada por las calles de Bagdad, y la escena del iraquí llevándose la cabeza del dictador a su jardín para recordar que mató a sus dos hijos, nos dicen lo que es el hombre herido y resentido por el pasado. Volveremos años tras años a pasear por nuestras calles entre ramos de paz y cánticos de victoria, montando en una borrica a Jesús, que vino a enseñarnos a construir la paz, como vuelven las viejas querellas de tirios y troyanos, moros y cristianos, izquierda y derecha, gobierno, oposición, partidos políticos y sindicatos a encrespar la irascible superficie de nuestro planeta y de nuestras vidas en un deseo incontenible de venganza. Siempre aparecerán en la palestra grupos especializados en la innoble tarea de avivar el rescoldo del odio para obstruir cualquier intento de perdón, de amnistía y de reconciliación, envolviéndonos en deseos de revanchas.