Según un informe de la Federación de Mujeres del Ambito Rural, hay cinco millones de mujeres que trabajan en el campo. El 78% de las horas que echan no se las paga nadie. Como si el tiempo se hubiera detenido para ellas. Como si la igualdad no tuviera que ver con ellas ni pasara por sus pueblos. Para esos cinco millones de mujeres todo sigue igual, porque esas mujeres salen al campo a echarle una mano al padre o al marido sin que nadie cotice por ellas, no por falta de ganas o porque no quieran tener derecho a una pensión cuando cumplan los sesenta y cinco años sino porque igual que en tiempos pasados, el campo no da para vivir más que malamente. No cotizan a la Seguridad Social ni aparecen como trabajadoras, porque los beneficios no permiten pagar dos cotizaciones, hacer frente a los gastos familiares y asumir los gastos que conlleva una explotación agrícola. Tampoco da para pagar un sueldo a quien ayude, así que son ellas las que tienen que ayudar. Para cinco millones de mujeres nada ha cambiado; para cinco millones de mujeres la igualdad ha pasado por delante de su puerta, la ven, la oyen en los medios de comunicación pero ellas no han sido tocadas con esa suerte. Forman parte de la economía sumergida no por elección sino por necesidad porque el campo ni siquiera les da para comer mientras ven como productos que a ellos les pagan a precios miserables, alcanzan precios desorbitados en los mercados. Esas mujeres con todo el mapa de la durísima vida del campo marcada en cada arruga de sus rostros y en cada callo de sus manos, a falta de ayudas, a falta de reconocimiento, aspiran solo a seguir echando una mano a la familia para que sus hijos puedan comer y tengan un futuro mejor. Cinco millones de mujeres se deben preguntar cada día qué será eso de la igualdad. Pero a pesar de todo piensan que es mejor ser útiles, que no importantes.

Pilar Mariscal **

Correo electrónico