Ayer en clase el profesor nos propuso como tema de debate el divorcio y sus consecuencias para la familia, especialmente para los hijos. En otras ocasiones la cuestión a debatir ha sido la convivencia en pareja fuera del matrimonio, o la actitud a adoptar ante la homosexualidad, o la diferencia entre regímenes totalitarios y democráticos. Habitualmente, el profesor hace una introducción al tema, lo plantea sin imponer su criterio y deja que seamos los alumnos quienes discutamos entre nosotros. Siempre hay, inevitablemente, algún compañero que adopta posturas intransigentes, basadas en creencias o dogmas que le han inculcado en su ámbito familiar y que se niega siquiera a reconsiderar. Afortunadamente son los menos, pues la mayoría aceptamos con agrado que nos hagan recapacitar sobre nuestras premisas iniciales y no son pocas las ocasiones en que acabamos situándonos en un punto de vista radicalmente opuesto a aquel del que partíamos.

Para evitar malas interpretaciones, debo aclarar algo: no me estoy refiriendo a un centro público donde se haya implantado de forma experimental la asignatura de Educación para la ciudadanía , no. Mi colegio es ahora concertado, antes privado, y está regido por los jesuitas. Y cuando digo ayer, más bien debería decir anteayer, exactamente entre 1971 y 1975, cuando estudié bachillerato y COU en el colegio citado. Han pasado más de 30 años desde que, en pleno tardofranquismo, nos educaban así, en la tolerancia y el razonamiento crítico. Parecería que al cabo de tantísimos años, este tipo de planteamientos deberían estar ya más que superados. Y, sin embargo, en ocasiones da la impresión de que no es así. Todavía muchas personas niegan el derecho a otras para organizar su propia vida como consideren más conveniente; todavía desde muchos púlpitos (no sólo eclesiales) se anatemiza al diferente, al homosexual en concreto, por pretender vivir su amor como le plazca; todavía se escuchan soflamas incendiarias que pretenden restar legitimidad al gobierno democrático y, por tanto, al mismo estado de derecho. Hace pocos días, utilizando varios periódicos clásicos y digitales, una comunicante arremetía contra quienes deciden compartir sus vidas sin pasar previamente por la vicaría (¿y a usted qué más le da?). Nos siguen adoctrinando y amenazando a quienes deseamos simplemente ejercer nuestra libertad, sin que en nada les afecte a ellos. Quisiera pensar que, como en mi colegio hace más de treinta años, se trata de una minoría intransigente, pero ya son demasiadas señales de alarma, demasiadas las voces que con su escándalo mediático tratan de silenciar las nuestras, que somos más (y mejores, como cantó Loquillo). ¿Conseguirán imponer de nuevo la caverna?.

Miguel Bolz **

Cáceres