El pasado sábado en Charlottesville (Virginia, EEUU) hubo un ataque terrorista por parte de supremacistas blancos, con el saldo de tres muertos y dos decenas de heridos. El presidente Trump, al que tan poco le cuesta condenar atentados terroristas de matriz islamista en Europa, ha preferido esta vez navegar entre dos aguas, evitando referirse explícitamente a la extrema derecha, organizadora de la marcha racista, en la que se vieron banderas nazis. Ante la avalancha de críticas de demócratas, de defensores de los derechos humanos y de su propio partido, la Casa Blanca se ha visto obligada a decir que el presidente condena a los neonazis y al Ku Klux Klan. No es la primera vez que Trump flirtea con el apoyo de estos grupos que quieren unos EEUU de y para blancos. Durante la campaña electoral se había negado a condenar el sostén del ominoso Ku Klux Klan. Entonces, como ahora, tuvo que dar una discreta marcha atrás, pero su tibieza y el hecho que en el Despacho Oval se sienten personajes como Steve Bannon -uno de los exponentes de la llamada derecha alternativa- han dado alas a la miríada de movimientos supremacistas y neonazis. Con Trump la democracia de un gran país como EEUU está pasando por sus horas más bajas. Y lo ocurrido en Charlottesville es solo una muestra de lo que puede dar de sí el caldo de cultivo creado por un presidente que no deja de causar estupor al resto del mundo.