Ni siquiera las rebajas de enero van a escapar de la mirada escrutadora de la precampaña electoral. Y todo porque, para conocer el estado de la economía y su efecto inmediato en los consumidores --ahora, electores--, se tendrá en cuenta si en estos días se vende más o menos que el año anterior, sin atender en demasía a la comparación de precios, sea sobre los de diciembre pasado --como es obligatorio poner en las etiquetas--, sea con los de hace un año. Esto último será mucho más indicativo, porque se dispondrá de una prueba más de cómo han evolucionado los precios en dos de los índices que componen el IPC, los de ropa y calzado y de menaje del hogar, el grueso del gasto familiar en rebajas. Así, desde ayer tenemos otra falacia para interpretar si hay más ventas que hace un año: si se dice que no, es que la crisis anunciada ya está aquí. Y si se dice que sí, también, porque los mismo agoreros dirán que los compradores han de recurrir a las rebajas ante la carestía que impone la inflación en los productos básicos. Ceñirse a ese análisis es desconocer la tradición que supone este periodo de descuentos, que este año acabará, paradójicamente, la víspera de las elecciones. Las rebajas son lo que son: un fenómeno social bianual, un ritual esperado por compradores y vendedores del que solo han de respetarse las reglas básicas de las autoridades de consumo. La que requiere mayor atención es que el producto ya estuviera en venta hasta el sábado pasado y que mantenga su calidad. La otra, que se acepten todos los medios de pago y que haya derecho a cambio o devolución --no al reintegro de lo pagado--, como es el caso de tallas equivocadas.