Me gustan las rebajas, aunque no pierdo la cabeza por ellas. Las considero un fenómeno social digno de estudio que actualmente ha adquirido mayor importancia al constituir un negocio dentro del negocio, y en tiempos de crisis como los presentes son una tabla de salvación para los consumidores.

Recuerdo que antes, cuando se acercaban estas fechas, el mundo femenino se ponía algo nervioso, con una mezcla de ilusión y sensación de aventura. Era como ir al Oeste con la misma mentalidad de los buscadores de oro, solo que en vez de oro íbamos buscando la blusa maravillosa, la falda extraordinaria y cualquier otra cosa. Sabíamos que iba a haber lucha y, por eso nos sentíamos heroínas cuando se vencía a la contrincante y exhibíamos el trofeo. Nos acechaba, no obstante, un enemigo peligroso: el deseo de comprar por comprar. Comprábamos solo porque era barato, no porque necesitáramos la prenda. Tengo una amiga que, si lee estas líneas, sonreirá porque se llevó a casa dos sacos de dormir. "Para cuando mis hijos vayan a los campamentos", dijo.

Después, con la llegada de los grandes almacenes, hasta las televisiones nos filmaban durante la apertura de puertas. Aquello tenía su encanto, era una mezcla de diversión y de competencia por entrar la primera. Al final de la jornada todas salíamos contentas, aunque no siempre victoriosas. Poco a poco las rebajas se han ido poniendo más serias y ese encanto se ha perdido. Hoy, estoy casi segura de que ya no habrá ninguna mamá que compre sacos de dormir, ni un papá que compre una máquina de cortar césped solo porque está baratísima.

Piedad Sánchez de la Fuente **

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