WMw ientras la realpolitik de China y Rusia ha impedido que la ONU sancione al régimen birmano, la protesta en las calles de Rangún y otras ciudades, encabezada por los monjes budistas, ha puesto a la dictadura militar contra las cuerdas y ha refrescado la memoria a la opinión pública internacional. Una vez más, los intereses económicos se han impuesto a las razones morales, pero en esta ocasión la debilidad de uno de los regímenes más corruptos del mundo puede precipitar los acontecimientos. Si China y Rusia se han opuesto a aumentar la presión sobre los generales birmanos, se debe a que son sus principales proveedoras de armas. A lo que hay que añadir el proyecto del Gobierno del presidente Putin de suministrar al país una pequeña central nuclear --se dice que con fines científicos-- y la intención de la India, la otra gran potencia emergente de Asia al lado de China, de cooperar con los gobernantes birmanos en el campo de la energía.

Aun así, el prestigio internacional de algunas de las voces silenciadas durante años por los centuriones, empezando por Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz, y la influencia de los monjes en la vida cotidiana birmana, apoyados en la simpatía con la que Estados Unidos y la Unión Europea observan la revolución de las pagodas, presagian un aplazamiento no muy largo del desenlace de la crisis. A diferencia de lo sucedido en otras ocasiones, esta vez la dictadura no puede confiar en el silencio occidental para perpetuarse en el poder. La pobreza del país y su aislamiento político garantizan que, de producirse el cambio, no tendrá efectos secundarios en la región y, en cambio, puede activar la economía.