Mientras en España existe solo un relativo suspense sobre la explicación que pueda dar el president valenciano, Francisco Camps , por los regalos recibidos y las compensaciones establecidas, la caída en picado del Partido Laborista británico por el escándalo de los gastos de los diputados señala diferencias sustanciales en las latitudes donde se producen los hechos. La ética, en la política, ha sido un valor encapsulado en los tiempos de opulencia y la indignación ciudadana en la crisis amenaza con recuperar esos valores por vía expeditiva: la primera gran amenaza es la abstención como fórmula de repulsa. En España ocurrirá, aunque vamos con retraso.

El descrédito de la política es el mayor daño colateral que puede promover la debacle financiera, porque ha puesto en evidencia que durante dos décadas la izquierda y la derecha se han puesto de acuerdo tácitamente en consentir la especulación como motor de la economía y el establecimiento de las grandes diferencias sociales y salariales como un mecanismo inevitable. Ahora, el ciudadano mira a las empresas y a los parlamentos y se empieza a preguntar por los viejos tiempos de la ética política y la responsabilidad social de los empresarios. El capital está tan enmascarado que no se sabe quién es el dueño, pero quienes controlan las empresas y hacen las leyes han permitido un mundo cada vez más desigual en el que las colas del paro son el resultado final, que materializa una indignación creciente. Y aún quieren abaratar el despido.

Como otras veces, Inglaterra es pionera en organizar la cólera y convertirla en revuelta. Ahora hay demasiadas tareas pendientes como para simultanearlas: socorrer a los parados, ejemplarizar con los desaprensivos, cambiar los modelos económicos, generar confianza en los partidos y recuperar el prestigio del Estado. Ni Sarkozy tiene energías para simular que puede hacer frente a tantos retos. Por eso el recurso es convertir la política en mera propaganda: pero es difícil que cuele. Ya es demasiado tarde. Solo Obama aparece como un faro en el horizonte. Pero hasta a él se le pueden fundir los plomos.