España pertenece a la cultura mediterránea, lo que quiere decir que aparece un gobernante que intenta tranquilizar a la ciudadanía, asegurándole que el suministro de aceite de oliva está garantizado y, al minuto siguiente, la ciudadanía en forma de individuos con nombres y apellidos se dirige como si cumpliera una orden a los supermercados y deja las estanterías vacías. Somos hijos culturales de los griegos, y los padres de la filosofía desconfiaban de la capacidad cognescente del ser humano. Sobre ese fundado recelo se asientan todos los demás, reforzados con la experiencia.

Hace algunos años surgió el asunto de las llamadas vacas locas, o sea, la encefalopatía espongiforme bovina, y las autoridades del ramo se apresuraron a subrayar que no existía ningún peligro. ¡Qué error! Estuvieron a punto de arruinarse las industrias cárnicas, porque de la misma manera que recelamos de lo que nos dicen los gobernantes, nos entusiasmamos con los peligros colectivos. Creo que hubo un fallecimiento o dos, a causa de la encefalopatía, o sea, menos de las muertes producidas por la caída de un rayo --¡y mira que es difícil morirse partido por un rayo!-- pero los medios de comunicación dedicamos grandes espacios, suntuosos reportajes y vivísimos debates sobre algo que era mucho menos peligroso que cruzar una carretera.

Volvemos a estar en una situación parecida, y ya verán como se resiente la venta de cerdo, aunque no tenga nada que ver con la enfermedad. Primero, porque la posibilidad de que haya llegado carne de cerdo mejicano a España es tan remota como desembarcar toros de lidia vivos en Japón. Y, segundo, porque hasta el virus contenido en la carne de un cerdo griposo no resiste más allá de los 60 o 70 grados. Da igual, nuestra aprensión es tan grande como nuestra desconfianza.