WLwos profesionales de la educación parecen haber acogido con escepticismo el borrador de la nueva ley de educación que promueve el Gobierno central. Es lógico que genere incertidumbre asistir a la tercera reforma educativa general en 15 años, sin conocer detalles importantes de cómo se aplicará y con el temor de que los intereses políticos pesen otra vez más que los pedagógicos. Tampoco ayuda mucho que la propuesta no vaya acompañada aún de sus compromisos económicos.

La estabilidad que exige el profesorado para que le dejen trabajar es necesaria. Pero precisamente por eso es un acierto que la ley haya preferido, por ejemplo con la Religión, una solución moderada que no quede al albur de un cambio de Gobierno. Y también que se espere a que sean las comunidades, que tienen competencias plenas, quienes concreten las medidas, en lugar de imponerles un modelo ante el que --como en la pasada legislatura-- puedan llegar a plantarse. Lo que realmente importa es que los recursos lleguen. Y que todos los cambios sirvan para equilibrar los errores de las anteriores reformas. Que la tan citada atención a la diversidad sirva para integrar a todos, pero sin dejar de exigir a cada uno en función de sus posibilidades.