Escritor

Extremadura rozó el récord de venta de coches en el 2003. Eso dice el Periódico y debe ser cierto, en vista de la hilera de vehículos que pasan bajo mi balcón. Pasan a un promedio de 30 por minuto. Excepto los coches, todo en la mañana transcurre con una quietud tremenda. La apestosa columna de humo que escupe la chimenea de Vinibasa apenas se mueve, está como espectante sobre la estación de ferrocarril. Las nubes tampoco han empezado el año con ánimo viajero. Sólo se mueven los coches, arriba y abajo, en filas ordenadas, como hormigas de metal. Miro un rato las obras de Renfe remodelando la línea dirección a Sevilla. Y de pronto veo un grupo de hombres que cruzan andando el paso a nivel. No es difícil darse cuenta de que son inmigrantes, gente del norte, hombres y mujeres que apuran en Almendralejo los últimos jornales de la recolección. Caminan en grupos, desarrapados y tristes. Cuando hablan, escupen nubes. El último de todos es un hombre de unos cincuenta años y a sus pies camina un perro. Es un perro callejero, eso se nota. El rabo entre las piernas y el pelo embarrado le delatan un pasado turbio. Cojea un poco al andar y el hombre se detiene un segundo para esperarlo. Los coches siguen su ritmo en la Nacional 630, pasando a un promedio de 30 por minuto bajo mi balcón. El primer grupo de inmigrantes ya ha cruzado a la otra orilla y siguen caminando calle abajo, escupiendo nubes, desarrapados y tristes. El hombre cincuentón, visto desde esta altura, se parece un poco a mi padre o quizá se parezca más a la imagen que queda en mi memoria de aquel hombre seco y de pelo blanco que fue mi abuelo, otro de esos hombres a los que desplazó la miseria. Tal vez por eso estoy siguiendo con la mirada su paso lánguido, el balanceo pesado de su gabán de cuero oscuro, porque le adivino la miseria, los abandonos, porque sé de la tragedia que esconden esos guantes de lana que ocultan sus manos de hombre del norte. Lo veo cruzar la carretera con un desprecio absoluto hacia el semáforo, que ya está en rojo. A la estela de su paso ha salido corriendo el perro. Arrastra un poco la pata trasera izquierda, pero el miedo a quedarse otra vez sin amo ha sido superior al temor a los coches, que pasan a toda velocidad a un ritmo de 30 por minuto. Un coche azul metalizado viene de frente como una espada. Trata de driblarle, pero ya es tarde. Oigo el golpe del cuerpo chocando contra el lateral del coche y el aullido del perro. Al pasar bajo mi balcón, veo los ojos desencajados del muchacho que conduce el coche azul. Se caga en los muertos del chucho, pero no se detiene. El perro, roto, consigue arrastrarse hasta la otra orilla. El cincuentón del pelo blanco se ha girado con violencia y ha llegado al trote en auxilio del perro. Lo agarra por donde el perro aún está entero y trata de subirlo a la acera, pero no puede. Arrodillado, con el gabán arrastrando por el suelo, acaricia la cabeza de ese chucho que se muere en sus manos mientras los coches siguen pasando en un inalterable ritmo aritmético. El hombre es una estampa tristísima. Y de pronto se suelta a llorar. Es un llanto silencioso y casi sin gestos, como si diera rienda a una tristeza muy vieja y que sólo se ha abierto con la mirada moribunda de este perro callejero que se le ha pegado a los pies en un pueblo donde los coches son el símbolo del progreso. Y los coches pasan a su lado con una indiferencia de máquinas del futuro.

Yo he cerrado el balcón con un nudo de metal en el pecho, con el convencimiento de que hoy va a ser un día amargo.