Historiador

El pasado 11 de septiembre conmemorábamos dos hechos luctuosos: uno cercano, de hace un par de años, el derribo terrorista de las torres gemelas de Nueva York, y otro que se nos va haciendo lejano en el tiempo, el golpe de estado en Chile, que derribó al gobierno democrático del presidente Salvador Allende hace ya treinta años.

Se ha escrito tanto del primero que las cataratas de tinta nublan el recuerdo del segundo, hasta hacerlo para una mayoría casi invisible. Y sin restar la enorme trascendencia, importancia y barbarie del mismo, no podemos dejar en los archivos del polvo el segundo, del que miles de víctimas no pueden ahora desde su muerte infame reivindicar justicia y esclarecimiento, y otras muchas miles de personas laceradas siguen arrastrando su dolor, el daño irreversible.

Sí, aquel golpe de estado, encabezado por militares que se rebelaron cruelísimamente contra el gobierno legal, fue un baño prolongado de sangre que cortó de raíz una experiencia socialista, democrática, firme, claramente decidida a terminar con la explotación de los trabajadores, de los siempre humillados y ofendidos. Y contó con la complicidad, con la ayuda decisiva de la maquinaria bélica de EEUU, de su poderosa CIA, de su gobierno también democráticamente elegido.

Hoy, recordar aquella masacre, aquellas masacres que se superponían en Latinoamérica, nos debe ser enormemente útil para aclarar las posiciones de nuestro gobierno estatal y su alianza con los que un día, tantos días, han sido los responsables decisivos de los más graves delitos contra los pueblos y su soberana voluntad. Recordemos, por tanto, a Chile, a sus gentes, a nuestros hermanos agredidos, como otro eslabón más de la barbarie que también nosotros un día habíamos sufrido cuando el pueblo sencillo se puso a soñar con un futuro de pan, justicia y libertad. Y reflexionemos sobre los compañeros de viaje que tenemos y su comportamiento en tantas actuaciones en donde han puesto sus tentáculos.