La memoria siempre nos juega malas pasadas, es tan frágil como su propia existencia. Y a pesar de ello resulta duro verla marchar; y, especialmente, si se produce en la contemporaneidad de un amigo, de un familiar o de uno mismo. Se dice que la enfermedad del Alzheimer tiene que ver con un deterioro cognitivo y de trastornos conductuales. Es, sin duda, una de esas dolencias, epíteto de una sociedad marchitada por la celeridad, que está provocando un efecto intimidatorio hacia los que la sufren y los cercanos a los que la padecen. Dicen que es el retroceso del ser humano hacia los confines de lo primario. La verdad no es otra que resulta duro, espeluznante, observar cómo ese ser querido un día olvidó lo que hizo y lo que hace porque la memoria se le fue. Se produjo una desconexión en toda regla que, quizás, lo aisló de la sociedad. Aunque una tiene la sensación de que es la sociedad la que asustada busca imperiosamente una explicación a lo que resulta la tragedia de una dolencia, la de la ausencia de la memoria.

No obstante, si te acerca a ese ser querido, al que guardas el máximo cariño y respeto descubres que olvidó tu nombre, su nombre, su hogar, pero no dejó de existir, no dejó de recordar, de atraer a su mirada y a su conversación hechos y datos de un pasado, que lo permanece anclado a una vida, que aunque no sea real en el tiempo, es la única que le significa. Son los recuerdos del pasado que rebrotan nuevamente, para definirle.

En este sentido, me pasó a mí hace algunos días con respecto a un gran amigo, me identificó por lo que hacía, por la extrañeza de mi trabajo. E inmediatamente empezó a brotar en él recuerdos, muchos recuerdos. Y me pregunté: ¿quizás hemos santificado en exceso la memoria, y no le damos valor al recuerdo, a los recuerdos?, ¿qué son los recuerdos? Para mi amigo enfermo de Alzheimer son sus padres, sus hermanos, su niñez, su pueblo, sus ideas, su rebeldía. Recuerdos que más que nunca constituyen el baluarte de su vida, el ancla al que amarrarse.

Más de una vez he observado esa mirada, con la distancia de lo que se oye y no se entiende, pero no quiere decir que en determinados momentos la realidad juegue a favor de la ausencia de la memoria, esto es, que no pueda comprender. Por esto, no entiendo, ni creo que entienda jamás ese intento de minimizar la verdad de lo que le pasa o de lo que le ocurre, cuando en la lucidez del iceberg de la memoria te cuestiona acerca de esa situación, del hecho de haberlo llevado a otro lugar, lejos de su hogar en busca de una mejor asistencia y tratamiento. Es complicado todo ello, y nada fácil para la familia tomar la decisión de alejarlo de su entorno familiar para así estar mejor atendido, pero esto no significa que el individuo del pasado haya sido superado, por el personaje desmemoriado, porque sigue estando ahí. Sólo que sus recuerdos han traspasado la memoria, y la realidad ha quedado viciada por la fragilidad del ser cognitivo.

ESTA SOCIEDAD que se dice civilizada y adelantada, desde el punto de vista tecnológico debe apoyar a estas personas, persuadirlas en el valor de sus recuerdos. Y, muy esencialmente, apoyarlos tanto humana como científicamente. Una sociedad que no es capaz de proporcionar a los enfermos de Alzheimer un estatus de vida, es una sociedad fracasada. Fracasada en cuanto que ha sido capaz de cuantificar la identidad del ser humano en el valor de su memoria. Esto es, en la certidumbre de una realidad que, si observamos, diferentes teorías no siempre lo real es lo importante.

Es un hecho que la sociedad de la normalidad no siempre es útil para hacer feliz a este tipo de enfermos, por eso más que nunca debemos resistirnos a ofrecer sólo medidas a corto plazo y no luchar para que esta dolencia que parece haber aflorado con fuerza pueda ser combatida con avances científicos, medios y el compromiso de todos. Y, especialmente, de un país y un Estado que se proclama del Bienestar.