Ni siquiera una participación por encima del 60%, según las primeras estimaciones, desvanece la sensación de que los ciudadanos rusos cumplieron ayer poco más que un trámite al elegir a Dmitri Medvédev para que suceda en la presidencia a Vladimir Putin. Lejos del debate ideológico y la pugna partidista que caracterizan las campañas electorales en las democracias desarrolladas, la de Rusia ha reunido todos los ingredientes de un plebiscito controlado desde el Kremlin hasta el más mínimo detalle. Desde el control de los medios de comunicación al papel de figurantes reservado a los tres adversarios de Medvédev, nada ha quedado a merced de las urnas y, por lo tanto, los resultados obtenidos por el sucesor de Putin no tienen más valor que confirmar que este, parapetado en su innegable popularidad, ha cerrado con éxito la operación destinada a perpetuarle en el poder aun dejando la presidencia por imperativo constitucional.

Dicho de otra forma: se ajusta más a la realidad leer la elección de Medvédev como la aprobación de los planes diseñados por Putin para encabezar el ejecutivo. Putin será el próximo primer ministro, con casi todos los atributos que ha tenido como presidente, mientras que Medvédev será jefe del Estado sin casi ninguna de las prerrogativas de su antecesor. Puede hablarse, pues, de una reelección encubierta de Putin, que a ojos de la mayoría de los votantes ha restablecido el orgullo nacional frente a la soberbia de Occidente.