La reencarnación del alma en otros cuerpos es una creencia que viene desde los pueblos más primitivos. El budismo la ha asumido, pero con una notable ventaja, y es que el Dalai Lama, antes de morirse, sabe en qué niño se va a reencarnar.

Esto es un avance, porque la reencarnación al azar presenta enormes dificultades, y nunca sabes si el abuelito ha transmigrado a una serpiente, un vendedor ambulante, un herrero o una vaca.

En el caso del Dali Lama, no, y se sabe, incluso antes de morirse el reencarnado, en quién se va a reencarnar. Viene a ser como una metempsicosis por adelantado.

En estas cuestiones metafísicas los poderes políticos no suelen meterse, pero las autoridades chinas han prohibido al Dalai Lama que se reencarne, lo que indica la voluntad de las autoridades Chinas de ir a dónde haga falta, incluso al más allá.

El Dalai Lama podría haber aceptado humildemente la prohibición y disponerse a no reencarnarse ya nunca más, o desobedecer de manera clara y rotunda, y decir que él se reencarna si le sale por la punta de la túnica.

Bueno, pues no ha hecho ni una cosa, ni otra, y va a someter a los catorce millones de budistas a una votación para que ellos decidan si se reencarna o ya dejamos que su alma deje de transmigrar que, después de tantos siglos, debe estar hasta lo inconsútil de tanto ir de un cuerpo a otro.

El problema está en el empate. Si existe muy poca diferencia entre los partidarios del sí o del no, a lo peor al Dalai Lama no le queda más remedio que reencarnarse un poquito, o reencarnarse a plazos, cosa que no me puedo explicar, porque si no entiendo la transmigración tradicional de toda la vida, imagínense cómo voy a comprender esta nueva modalidad.

Yo creía que la transmigración era como el embarazo, que se estaba o no se estaba embarazada, pero puede haber variaciones. Si yo fuera budista estaría hecho un lío.