XHxace escasos días visité, otra vez, aunque de modo fugaz, la Extremadura del alma herida y viva que el periodista y escritor emigrante lleva grabada a sangre y fuego, de recuerdos y de mil sensaciones, en lo más hondo de sus adentros. Y, también, con el pulso de sus propias dinámicas. Un puñado de horas, plagadas de pasión, preñadas de identidad y vida, adobadas como la propia eternidad con las preces de la reflexión existencial.

Y he vuelto a Extremadura como lo he hecho en numerosas ocasiones a lo largo de los últimos meses, acaso con la propia somnolencia de regresar definitivamente a la tierra en la que me amamantaron. ¿Ilusiones vanas? Quizás. Pero necesarias para curar esas llagas después de una marcha migratoria, que ya se alarga en demasía, y forjado por los derroteros profesionales. Una ausencia en cuyo transcurso me he ido planteando, de forma casi perenne, esa serie de preguntas que tantas veces nos hemos formulado todos los emigrantes cuando un día, por esa complejidad de circunstancias que se dan en los seres humanos, nos vimos forjados a formar parte de las riadas de la diáspora extremeña. ¿Por qué tuvo que generarse la fenomenología migratoria que acuchilló tantas y tantas esperanzas, que asoló pueblos, que desertizó tierras y que cambió, casi de un modo teledirigido, una larga, inveterada serie de hábitos, de tradiciones, de usos, de modos de vida? ¿Por qué se detuvo el resurgir de esos pueblos y que en Extremadura se transformaron, muy probablemente, en el mayor drama históricosocial a lo largo de toda su existencia?

En esta serie de recorridos, de viajes, de retornos de color y de sentimiento extremeñista, he dispuesto del tiempo necesario para volver a recrearme en los horizontes repletos de chaparros y retamas, de merinas trashumantes, de aguiluchos y de ánades silbones, de currucas rabilargas, en los casi sempiternos caminos pintarrajeados de ocre, en los senderos rurales que rezuman sabor a sosiego y templanza, en los pueblos como arquetipos de hermosura y meditación, en la inmensidad de los amaneceres y en la magia de los crepúsculos, en las impresionantes gentes de Extremadura. Una tierra de suprema conjunción de bellezas y que se ofrece al visitante plagada de sensibilidades, de lucha por ganar el pulso y el reto del futuro. Y una tierra, también, de generosidad, de esperanza, de poesía.

Hace ahora algo más de quince años que publiqué una novela Tierra de silencio , tratando de dejar constancia de la entrega de un pequeño pero gran puñado de hombres y mujeres que sólo intentaban, desde la honestidad, la defensa de sus rebaños y su apego a la tierra que les vio nacer, en un imaginario pueblo extremeño llamado Campoáguila. Y que, al final, quedó engullido por las aguas de un pantano. Las gentes campoaguileñas se sintieron obligadas, por el azar del destino, a emprender unas rutas desconocidas con el grito que aún se escucha por las vaguadas y los páramos de Algún día volveremos . Un desgarrador grito emigrante.

Camino de cincelar ese retorno estos días aparecerá otra novela que tan sólo tiene y siente el cariz argumental del amor por nuestra región. Su título: El Rabadán de Extremadura . Primera obra de una trilogía con la que tan sólo pretendo recuperar ese mundo existencial de la raíz y de las raíces de la Extremadura de las vivencias de los años sesenta. Aquel tiempo niño en el que el hoy periodista y escritor, confiando en que los pájaros mamaban, pintarrajeaba una solaz e idílica mirada, casi detenida en el tiempo, alrededor del huerto y la finca del abuelo, por aquellos pueblos como Arroyo de la Luz y Herguijuela que saben de sus andanzas y correrías, por las tradiciones y costumbres del mundo rural, por las añoranzas de las pandillas amigas y de los pastores cuidando del ramoneo de las cabras, por el vuelo del chulesco milano, por el balido multitudinario del rebaño, por las migas, el gazpacho y la caldereta a campo abierto, por las noches estremecido y acurrucado en posición fetal en el chozo al escuchar el aullido del lobo, cuando aprendía a correr a la liebre por el escarbadero, cuando observaba la pasa de la paloma, cuando se dejaba seducir por las historias que escuchaba en el cabildeo de los mayores junto a una buena fogata, cuando se compadecía de la ingenuidad de los culipardos perdigoncillos atontolinados durante la canícula en mitad de la carretera, cuando salía de ranas o de pajarillos o cuando se entretenía con el dulce concierto de los abejarucos. Un hilo argumental que se ha agarrado en el autor como un crío al pecho de la madre y que, con el encuentro y el diálogo de un emigrante con un pastor extremeño de hoy, pasa revista a aquellos tiempos cuando el rabadán, auténtico eremita de la naturaleza y de ese inveterado aguante y resignación gracias al cual pudo crecer Extremadura, trata de conducir la vista hacia las esencias filosóficas de la vida mirando al mismo tiempo, esperanzadamente, al fortalecimiento social, humano y laboral de una tierra que cada segundo ve más luz en sus horizontes y en sus gentes.

*Periodista y escritor