Estuvo hábil el ministro de Trabajo Celestino Corbacho al alejarse de una disputa dialéctica con los sindicatos en torno a las cifras de seguimiento de la huelga general. El éxito de una convocatoria de paro se mide siempre respecto a las expectativas planteadas y los sindicatos fueron muy ambiciosos en sus objetivos: dijeron que querían "parar el país", y cualquier ciudadano que, trabajase o no, paseara por las calles el día de la huelga pudo constatar que el país no se paró. Ante esa imagen, para qué entrar en disquisiciones sobre cifras, debió de plantearse el ministro.

Yerran los sindicatos cuando intentan transformar la realidad con las palabras y hablan de éxito de la convocatoria. Pero también lo hacen quienes pretenden despachar el asunto colgando el calificativo de "fracaso general". Porque cualquier porcentaje de seguimiento que aceptemos, por mínimo que sea, nos está hablando del malestar expresado de millones de ciudadanos. Y entre los que fueron a trabajar, otros muchos millones suscribirían las razones de la protesta aunque no compartan el método ni el momento para expresarla.

Ese ha sido el mayor error de los sindicatos: lanzar un órdago tan diferido en el tiempo que se ha materializado cuando el objeto de la protesta, la reforma laboral, ya era criatura. Seguramente hubiera sido más fácil inundar las calles con una marea de malestar ciudadano en el mes de junio, cuando se anunció la reforma y había posibilidades de condicionarla, que vaciar las fábricas y los comercios en el mes de septiembre, con los hechos ya consumados.