En estos días, en que hemos celebrado el trigésimo noveno aniversario de la aprobación de nuestra Constitución, no dejan de oírse voces que piden su reforma. Pero lo cierto es que cada cual reclama su propia reforma, y que la reforma de cada cual es incompatible con la que plantean los otros grupos políticos.

Pocos visos existen, por tanto, de que salga adelante ningún tipo de reforma constitucional. Fundamentalmente, debido a que, hablando en román paladino, cada partido político pretende arrimar el ascua a su sardina.

El más insistente con el tema ha sido el líder del PSOE, que fía la resolución de los más complejos problemas a la reforma de la Constitución.

Así, sin más. Y, claro, desde el Partido Popular, no han tardado en advertirle de que no se puede abrir el melón de la reforma constitucional si no existe, previamente, el sólido sustento de un amplio consenso social y político.

Los líderes de las formaciones de más reciente nacimiento utilizan las posibilidades reformistas para tratar de dar lustre a ese calzado de nueva política con que llegaron caminando a la primera línea del debate público. Pero la sensación que transmiten a la ciudadanía es que, en sus discursos políticos sobre el asunto, hay más de mercadotecnia y publicidad que de idealismo y verdad. Luego, si miramos a la orilla de los nacionalistas, ya es sencillamente para echarse a temblar, aunque su posición (hay que reconocerlo) no es nada sorprendente, ya que demandan lo de siempre: prebendas económicas y un estatus político diferencial.

De todo ello, se infiere que el planteamiento de una reforma constitucional, en estos tiempos de división política, divergencias ideológicas, e irresponsabilidad generalizada, va a tener un escaso y accidentado recorrido.

Afortunadamente, habría que decir. Porque un asunto de tanta enjundia no debería de ser utilizado ni para el vulgar magreo de la política diaria, ni para hacer experimentos que no conducen más que a peligrosos atolladeros.

La sociedad española ya se manifiesta, mayoritariamente, en contra de dar más autonomía y privilegios a desleales e insurrectos.

El problema catalán ha ayudado a despertar a un pueblo que, hasta ahora, permanecía inmóvil y silencioso. Y lo cierto es que es toda una suerte ese desperece popular, porque, si no se hubiese producido de una modo tan evidente, algunos ya se habrían echado, sin disimulo alguno, en brazos de aquellos que creen que los derechos los ostentan los territorios, y de esos otros que solo encuentran combustible político en la crisis y el caos.