La Constitución de 1978 consagró un modelo autonómico que ha perdurado a lo largo del tiempo, surgió fruto de la negociación y del consenso, satisfaciendo una clara reivindicación histórica, tratando de dar valor a cuestiones de carácter identitario que habían sido marginadas por el pensamiento centralista de la dictadura, por eso determinadas formas de autogobierno fueron bien acogidas por la ciudadanía al entender que era necesario adaptar la complejidad del Gobierno central a las realidades periféricas, potenciando aspectos culturales o lingüísticos que conformaban el hecho diferencial.

Con este modelo, la solidaridad interregional quedaba garantizada, también la política fiscal y tributaria, con lo que paradójicamente la idea de unidad se fortalecía aunque fuera a base de otorgar ciertas dosis de autogobierno. Pero lo que empezó con una clara demanda reivindicativa, fue degenerando hacia una espiral centrífuga. Los nacionalistas se vistieron la túnica del inconformismo, del victimismo y del oportunismo con tal de arrancar transferencias a los distintos gobiernos como contrapartida por su apoyo para poder conformar mayorías estables. Así acceden a la policía autónoma, a la posibilidad de administrar un porcentaje cada vez más importante de sus recursos, a mayores cotas competenciales en materia lingüísticas, educativas, sanitaria o de infraestructuras, llegando a un grado de descentralización fiscal, administrativa y política superior al existente en muchos países federales.

Y COMO una vuelta más de tuerca en este entramado nacionalista, surgen las reformas estatutarias, reformas que obedecen más a cuestiones políticas que a reivindicaciones de los ciudadanos, si nos atenemos a los escasos datos de participación experimentados en los últimos referéndum, reformas que no tienen el mínimo pudor en consagrar la bilateralidad institucional, o el blindaje de competencias, o en sentar las bases para establecer un poder judicial propio, llegando en más de una ocasión a presentar sesgos de dudosa constitucionalidad.

Este modelo con claros tintes soberanistas que, trata de consolidar el término nación, o realidad nacional, es el causante del rechazo por parte de la ciudadanía, por lo que supone de separatistas y de excluyente, con lo que una reforma estatutaria que, perfectamente podía haber sido asumida, se ha cargado de controversia, de negatividad y de aspectos disgregadores.

Pero debemos tomar como referencia otros estatutos que han contado con el consenso de las fuerzas políticas mayoritarias y el estricto respeto constitucional, como es el valenciano, el andaluz, el castellano manchego, el balear, el aragonés, el canario o el castellano leonés, muchos de los cuales han sido ya aprobados y otros se encuentran en avanzado proceso de tramitación.

Si somos capaces de elaborar un estatuto que se adapte a las reglas de juego constitucional, no habrá nada malo en pretender alcanzar las máximas cotas de autogobierno que la situación nos depare, dejando perfectamente regulado para el futuro el tema de la financiación, los derechos y deberes de los ciudadanos, el Consejo regional de Justicia, haciendo compatible el principio de solidaridad interregional con los incrementos que nos equiparen a la renta media nacional.

No podemos vivir de espaldas a la realidad, sumidos en una ensoñación de sempiterna fidelidad, debemos realizar las oportunas reformas estatutarias que nos proporcionen las condiciones más idóneas para afrontar los retos del momento presente, adaptando el proceso normativo a las necesidades económicas, políticas y administrativas de este tiempo, ya que lo contrario sería permanecer anclados en posturas inmovilistas, dependientes siempre de la buena fe de otros.

No podemos dejar nuestro futuro en manos de la voluntad niveladora del Gobierno central, y más cuando es posible que pueda perder parte de su capacidad para hacer frente a las desigualdades interregionales, por lo que será preciso arbitrar las medidas oportunas que garanticen nuestro sostenimiento financiero. Esperemos que las fuerzas políticas extremeñas sepan estar a la altura de las circunstancias, ahora tienen la oportunidad de demostrar con hechos lo que en tantas ocasiones se ha repetido con palabras y con promesas.

Si no fuera por el estado de crispación por el que actualmente atraviesa la política española, sería aconsejable que las diferentes fuerzas políticas sentaran las bases para reformar el Senado hasta convertirlo en una auténtica cámara territorial y, desde el consenso, articular una adecuada vertebración de España, estableciendo un marco claro donde quede perfectamente definido el mapa de la política territorial, sin tener que estar sometidos al albur de los nacionalista o los separatistas; sino como quien busca la máxima confortabilidad dentro de esta casa común que llamamos España.

*Profesor