La reciente aprobación por el Pleno del Congreso de la reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal constituye una razón oportuna para reflexionar acerca del papel por demás trascendente que a los fiscales les toca en la Administración de justicia predicable de un Estado de Derecho, haciendo abstracción, por ahora, de los detalles del texto proyectado. Desde luego, y en primer lugar, no es concebible una justicia democrática sin la presencia de los representantes del Ministerio Público, por cuanto actúan, por regla general, como vigilantes de la labor jurisdiccional en sentido estricto y defensores de los derechos de los ciudadanos y del interés público. Nada más, pero nada menos.

Entiendo que el Ministerio Fiscal alcanza su mayor grado de cercanía con la tutela de los derechos fundamentales y libertades públicas --junto al amparo de los menores en diversos tipos de procedimiento-- en la instrucción y enjuiciamiento de los procesos penales que, en cualquier caso, suponen, a su vez, un extenso escaparate de su actuación a través de la cobertura que otorgan los medios de comunicación. En esta concreta dimensión es donde, en efecto, mayor significación encuentra la encomienda de la defensa de los derechos fundamentales de los justiciables a los fiscales, hasta el punto que siempre me he mostrado partidario de cederles de manera efectiva y plena el peso de la instrucción penal, siguiendo así el modelo italiano, por citar el más depurado en esta práctica. Entre otras cosas, se conseguiría de ese modo detener el creciente protagonismo que está adquiriendo en la actualidad la Policía Judicial, dedicada con frecuencia a suplir el papel del juez instructor mediante la proliferación de informes, informes ampliatorios y demás documentos plagados de conjeturas y prospecciones incompatibles con el modo de investigar propio de un Estado de Derecho. La incontinencia indagatoria de esta Policía Judicial ha de encontrar coto de una vez por todas, máxime si se atiende a los excesos de todo orden que se vienen cometiendo hasta la fecha y que hacen desembocar al proceso penal en una suerte de cambalache perverso: el presunto autor de la infracción no es castigado porque la prueba es nula, los miembros de la fuerza actuante no son corregidos disciplinariamente como conviene ante tal desaguisado, por lo que, en suma, el ciudadano medio no entiende nada de lo que ocurre. Y esto sigue sucediendo; y en Cáceres; y no hace demasiado tiempo (caso Acaro). Aquí paz y después gloria.

XPEROx --y hablando en general, y sin referirme específicamente a los fiscales que ejercen en el ámbito de nuestra comunidad autónoma que me merecen, a un milímetro de la mayoría, el mejor de los juicios--, esta mayor presencia del Ministerio Fiscal en la dirección e impulso del procedimiento penal obligaría a la revisión de algunos métodos no demasiados deseables que se manifiestan en ocasiones. Me refiero, de una parte, a la tendencia sistemática a acusar que a veces se observa (¡cómo cuesta explicarle a los alumnos que es posible que el fiscal no acuse!); y, de otra, al nada disimulado empeño en validar, precisamente, las pruebas obtenidas con violación flagrante de los derechos fundamentales de los investigados hasta extremos rayanos en el empecinamiento. La búsqueda de la verdad forense se encuentra limitada por los postulados que impone el respeto escrupuloso a la intimidad, la inviolabilidad domiciliaria o la integridad física de los justiciables y esta regla debe ser admitida sin estrépito y con enormes dosis de lo que se ha venido en denominar cultura democrática. Mucho más por los defensores de la legalidad en el proceso, que bien pueden actuar como auténticos filtros de constitucionalidad del modo de acopio de indicios contra el sospechoso o imputado.

Salvado esto, la presencia activa del Ministerio Fiscal en la Administración de justicia se traduce generalmente en una mayor tranquilidad y seguridad para los justiciables. Además, los ciudadanos pueden encontrar en sus representantes un adecuado cauce de diálogo para la defensa de sus pretensiones o la represión de los delitos, estableciéndose de esa suerte una mayor cercanía entre los pretenciosamente llamados Palacios de Justicia y el común de los mortales. Tan saludables empeños justifican desde cualquier perspectiva democrática el fortalecimiento y el auspicio del Ministerio Público, al que tanto le hemos debido y al que tanto le deberemos. Pero en estos momentos que nos toca vivir, de invasión permanente de los poderes públicos en la libertad de las personas, su singular función de freno a los entusiasmos represivos se perfila como imprescindible y en ella debemos depositar nuestras esperanzas quienes seguimos anhelando unas prácticas judiciales que se compadezcan de una vez por todas con las normas democráticas de convivencia.

*Decano de la Facultad de Derechode la Universidad de Extremadura