Soy una ciudadana bastante desengañada de las promesas políticas, aunque sigo votando todavía con un ápice de ilusión, porque si no creyera en la democracia, con lo que ha costado conseguirla a la generación anterior a la mía, sería una desagradecida. Todavía confío en la honradez de muchos políticos que trabajan cada día en el Parlamento, en los gobiernos autónomos y en el pueblo más recóndito para mejorar las condiciones de vida de sus conciudadanos. No es que crea que los gobiernos tengan mucha capacidad de cambiar a una sociedad. Sus programas están profundamente marcados por la economía mundial, los recursos, las multinacionales y los poderes fácticos. Hay pocas cosas que puedan inclinar a los gobernantes hacia la derecha o hacia la izquierda, pero esas pocas cosas, llevadas a la práctica, pueden suponer un giro importante. Una de las escasas alegrías que he tenido últimamente en esta vida de encefalograma bastante plano ha sido la trascendental reforma sanitaria de Barack Obama en EEUU.

Es tan injusto el sistema sanitario del país más potente del mundo, en el que la cobertura médica no cubre a toda la población, como pasa en países mucho más pobres, que el esfuerzo titánico del presidente Obama es digno de toda mi admiración. He oído y leído sobre la cruel y falsa campaña de desprestigio desatada contra esta reforma. Se ha llegado a decir que por culpa de Obama se dejará morir a los enfermos crónicos. Es increíble la cantidad de argumentos surrealistas, por llamarlos de alguna manera, que se usan para descalificar a alguien. Pero me quedo con lo positivo: un montón de personas con pocos medios económicos tendrán asistencia sanitaria. Comparo este logro con la abolición de la esclavitud.

Marta Crespo **

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