Para cuando mi hijo pequeño cumpla dieciséis años, puede que la enseñanza ya no sea obligatoria hasta esa edad, o lo sea hasta los cuarenta o no haya ni siquiera enseñanza. Quizá parezca una exageración, pero en treinta y cinco años de democracia hemos conocido siete leyes educativas, que se dice pronto. Leyes con sus variantes y su calendario, su convivencia, sus desastres y sus aciertos. Ya no sé qué estudiará mi hijo, si volverá el examen de ingreso, el BUP, la EGB, la teoría de los conjuntos o la FP superior. Ni siquiera sé si habrá FP o bachillerato, o si las carreras universitarias serán de cuatro, cinco o dieciséis años, según le dé al gobierno de turno. Habrá que verlo. Como madre capeo el temporal y como profesora trato de averiguar qué van a inventar ahora. Cada año se superan: crecen siglas, asignaturas y posibilidades de sacar el título de secundaria, hasta el punto de que a veces te pagan si lo consigues. Mientras tanto, se hace lo que se puede. Se les dice a los hijos y a los alumnos que Nadal, Gasol o Messi solo hay uno. Que lo de la familia Pujol no es lo más normal en las familias. Que no todos los políticos son corruptos, y por eso es tan importante que se formen como ciudadanos, sea cual sea el nombre de la asignatura que les enseñe cómo se llama el sistema en que vivimos. Que hablar bien, escribir bien y comprender lo que uno lee te sacan de más de un apuro. Que los idiomas no son una moda sino una necesidad, y que las ciencias deberían ocupar un lugar más importante. Cosas simples, ya ven, de sentido común. Nimiedades. Para fantasías y florituras nos sobra y nos basta con las reformas.