Cuando yo escribía del pelotón, el club más importante de mi pueblo clasificaba a los periodistas del ramo según el test de Navidad. Llegaban las Navidades y a los más circunspectos y discretos les enviaban una cesta con un jamón; a los que eran circunspectos, pero se les ocurría alguna crítica, una cesta con un chorizo, y, al resto, un christma donde nos deseaban felices fiestas y próspero año nuevo.

Siempre recibí el christma, pero confieso sin rubor que, en el fondo, envidiaba a los compañeros que recibían un jamón, en tiempos en que el jamón era algo así como el patrón oro de la prosperidad. La elegancia social del regalo es, en las navidades de España, un desfile de cohechos pasivos cuyos destinatarios pueden ser desde agentes de tráfico a jueces, desde jefes de negociado a actuarios de seguros. A caballo regalado no le mires el diente, pero hay dientes que terminan por morder.

A Pilar Miró le hicimos la vida imposible, porque cargó un vestido en la cuenta de la dirección general, y a Camps lo asaremos hasta que no quede una hebra de hilo de uno de los trajes. No es de extrañar. Cuando los contribuyentes no pueden protestar por el despilfarro de embajadas autonómicas, asesorías inútiles, coches oficiales y parlamentos de la señorita Pepis; cuando nadie le hace caso ante la multiplicación de funcionarios innecesarios, puestos oficiales de trabajo improductivo y, ante la que cae, observa que nadie mueve un dedo por ahorrar un euro del presupuesto, se agarra a cualquier evidencia, por pequeña que sea, para proyectar su cabreo, su frustración y su desengaño.

Le ha tocado a Camps que, en lugar de aprovecharse del 3 por ciento como hicieron o hacen sus homólogos de arriba, no le miró las encías al caballo regalado, que le va encaminar, a todo trote, hacia una dimisión, con o sin bombero, con o sin agua caliente.