Profesor de Investigación del CSIC

Decir en Navidades que hemos perdido el sentido del regalo resulta una insensatez. ¿Acaso la alianza de Reyes Magos, Papá Noel y Santa Claus no convierten estas fiestas es un inmenso zoco del que todos participamos? Venir ahora con que no sabemos regalar es llamar necio a medio mundo. Pero así es.

El regalo es un don y no un intercambio de mercancías. Ahora bien, el don gratuito ha desaparecido del mapa. ¡Si hasta los niños sospechan de alguien que les da algo por las buenas! La gratuidad pertenece al capítulo de la beneficencia y tiene un innegable aroma de humillación. Resulta, en efecto, que las cosas que valen de verdad tienen algún precio y lo que no lo tiene, señal de que no vale para nada.

El regalo es un don, es decir, algo gratuito porque quien lo dona no pretende nada del otro, sino darse él. Los antropólogos llaman la atención sobre el hecho de que para los pueblos primitivos lo dado es un mensajero o embajador de la propia persona. Lo que entonces espera el donante no es nada a cambio, sino la acogida por parte del destinatario del don. Algo queda hoy de esa concepción arcaica cuando hacemos un regalo pensando en lo que le gustará al otro, tomándonos el tiempo necesario y echando imaginación en la búsqueda del presente para que la cosa que le demos, aunque sea una corbata, tengo el sello personal de algo que hemos pensado para él. El regalo se convierte entonces en una experiencia compartida con el otro y lo que cuenta no es el dinero gastado, sino la fantasía, el tiempo y la inversión personal en la preparación del regalo.

Poco de eso queda en la febril actividad con la que se regala durante las Navidades. El regalo ha dejado de ser una relación interpersonal para cumplir una función social: damos algo teniendo en cuenta el lugar social que ocupa el otro o nosotros mismos. De esta suerte, el regalo se convierte en un valor que administramos según valga quien lo recibe. Se calcula el intercambio entre valor del regalo y valor del destinatario. Pero quizá nada explica tanto el carácter social y no personal del regalo como esas casas de regalo que preparan la cesta por encargo. Se tasa la cesta en función de la importancia de quien la acabe disfrutando. Y si no le gusta, la puede cambiar de modo y manera que propiamente no se regala nada, sino que se le asigna un dinero para que se lo gaste.

El reciente premio Cervantes, Jiménez Lozano, cuenta en El viaje de Jonás, cómo la mujer de Jonás, un profeta menor ubicado en las afueras de Nínive, se deshace en alabanzas de un poema de Jonás hasta que descubre que el vestido regalado, que sirve de pretexto para los cuatro versos del pequeño profeta, no ha sido comprado en una boutique de la ciudad, sino en un puesto callejero. Cuando el regalo no es visto como don de la persona, se reduce a un objeto que vale lo que vale la etiqueta. La figura del don nos resulta tan extraña que tenemos que ir a los mitos o visitar pueblos primitivos de mano de los antropólogos para hacernos idea de que no todo intercambio es negocio o comercio. Sólo conocemos una forma de intercambio y es el cambio material. Y si alguien osa hoy regalar algo muy personal, buscado con ahínco y pensando sólo en los gustos del otro, se expone, como el pobre Jonás, a una reprimenda porque pagó poco.

Quiero decir que el problema no está sólo en quién hace el regalo, sino también y principalmente en quién lo recibe. Valoramos el regalo recibido por la etiqueta porque nosotros mismos nos tomamos por un objeto de valor. El regalo acaba siendo el espejo que refleja nuestro mundo de valores. Para calibrar bien adónde hemos ido a parar, no hay más que compararnos con el bueno de Sócrates: para él había algo que no tenía precio y eso era lo más preciado: el aprendizaje del saber y de la virtud. Ahora, sin embargo, valoramos las escuelas que cuestan caro, pero no la sabiduría que alguien nos da gratis. Nadie necesita tanto el regalo como este ser civilizado que es incapaz de regalar nada gratuitamente. Cuando alguien que tiene de todo sepa valorar unos versos escritos para él, señal de que es capaz de dar algo más que parte de su cuenta corriente. Pero el regalo en cuestión no lo suministran los grandes almacenes, sino una cultura de la gratuidad que se enseña en escuelas sin registro oficial.