No seré el único al que le irrita pasar calor en invierno y frío en verano. Me refiero a entrar a comprar ropa en enero y tener que salir de la tienda por no soportar la calefacción; me refiero a tener que llevar algo de abrigo al cine en agosto por si acaso es uno de esos días en los que es imposible sobrevivir al aire acondicionado.

Otra cosa que me irrita profundamente es tirar comida. Siempre que lo hago, por poca que sea, me pregunto qué he planificado mal. Oxfam Intermón está cansada de decirnos que con la comida que se tira podrían alimentarse todos los hambrientos del mundo. Pero más allá de una cuestión ética, que lo es, contiene también un aspecto paradójico: ¿por qué gastamos dinero en cosas que luego tiramos?

Aunque la crisis económica todavía no ha logrado que corrijamos estos y otros absurdos cotidianos, parece ser que la idea del trueque sí se está recuperando. Nada más humano y digno que el intercambio de bienes que pueden tener un uso nuevo en manos de otros, evitando así que dos o más personas gasten dinero innecesariamente, potenciando la solidaridad y la idea del reciclaje de recursos finitos.

El trueque está en la base de fenómenos novedosos como compartir vehículos, firmar contratos de intercambio de inmuebles, liberar aleatoriamente libros y bienes culturales en desuso, el coworking, los préstamos de igual a igual y muchos otros mecanismos que se han ido desarrollando en la llamada economía colaborativa.

La palabra «austeridad» está lamentablemente contaminada de negatividad desde que se impuso para calificar la política restrictiva del gasto público tras el estallido de la crisis económica de 2008. Y digo que es lamentable porque el concepto de austeridad es muy digno y, lo que es más importante, muy necesario. Hoy más que nunca.

¿O es que alguien piensa que nuestros padres y abuelos fueron capaces de sacar adelante familias de tres, cuatro y cinco hijos sin austeridad? ¿Acaso el ahorro, como forma de garantizar comodidad económica futura frente a la incertidumbre, es posible sin austeridad? Hemos permitido que sea una palabra negativa, y de ahí hemos pasado a dejar que se convierta en una idea prohibida justo cuando más la necesitamos.

Planificarse bien para no tener que tirar comida, abrigarse en casa para encender la calefacción solo cuando sea estrictamente necesario o acudir al intercambio antes que a la compra son cosas que pueden sonar más o menos extrañas para los chavales nacidos en los noventa, pero que fueron normales para generaciones anteriores. Que nadie dude que este desfase generacional tiene mucho que ver con el actual estado de las cosas.

La austeridad disminuye el consumo superfluo y fomenta el ahorro, desecha productos y servicios innecesarios que no nos hacen más felices pero sí más pobres, fomenta valores éticos y sociales que se están perdiendo si no están ya perdidos y, lo que es más importante: nos conecta con nosotros mismos. Piensen en el abuso de los medios tecnológicos, que no solo provoca un gasto incesante en software, hardware, tiempo y también energía —con el consiguiente impacto medioambiental— sino que, además, nos desconecta permanentemente del «aquí y ahora», del entorno vital que nos da soporte.

Lo que quiero decir con todo esto es que hay muchas cosas que hemos dejado de hacer y que hay que volver a hacer, y otras muchas que hacemos ya sin darnos cuenta, y que hay que dejar de hacer. En realidad, es sencillo. Basta preguntar a nuestros padres y abuelos cómo hacían ellos para salir adelante. Regresando por unos instantes al pasado, descubriremos todo un mundo de posibilidades para nuestro futuro. Y es que la nueva política no admite hacer tabla rasa de la vieja.

Por supuesto, este planteamiento tiene sentido si queremos cambiar algo. Si preferimos esperar a que las costuras que ya han empezado a saltar por todos lados acaben por imposibilitar los remiendos, podemos seguir así. No sé si ya lo he escrito, pero por si acaso: las revoluciones del futuro pasarán por comportamientos individuales responsables que, por agregación, rompan la inercia de este sistema económico absurdo, injusto, irracional, insolidario, ineficiente e irresponsable.