Dramaturgo

Ha vuelto y ya no está loco, o al menos eso le han certificado. Fuma mucho más que antes y habla pausado como saboreando lo que ahora dice, buscando cada palabra, cada gesto en un archivo que antes, cuando el ataque, estaba cerrado a cal y canto.

Cuando estaba loco hablaba deprisa, reaccionaba de forma súbita y sus palabras, a las que no acompañaban los gestos correspondientes, manaban de forma infatigable. Recuerda a la perfección el instante en el que se acercó al precipicio, a esa fosa oscura y profunda que se abrió ante sus pies. Veía el horizonte nublado y de color de acero que dejaba divisar las cúpulas del infierno. Escuchaba las risas fuera de tono, los gritos desgarradores, las canciones inútiles, los himnos sin sentido y los discursos de la sinrazón que le llamaban como cantos de sirenas.

Me cuenta que vive en una casa vacía y soleada del ensanche, que su vida es una sucesión de nuevas experiencias que inicia con el sabor de un café descubierto ahora (antes bebía veinte tazas diarias) y con la lectura de un periódico, cualquiera, sin discutir con nadie ninguna opinión (antes discutía hasta la cabecera del periódico que fuese). Lamenta la soledad sobrevenida, la distancia de quienes fueron los suyos y que ya no son, simplemente, no están y no le añoran. Del amor me dice que apenas recuerda su sabor y espera, no con mucho optimismo, volverlo a saborear como hace con el café (antes amaba mucho).

No le preocupa el futuro porque llegó a cruzarlo en aquel instante y el golpe le ha devuelto al presente. Tampoco rechaza el adjetivo de loco, ya que la locura no mancha, no es innoble, es un estado que algunos, como él, pueden reconocer.