La falta de criterios estables en cuestiones importantes --el CETA es un ejemplo-- y el retroceso electoral en la mayoría de los países son hechos que constatan la crisis de la socialdemocracia en Europa, una ideología que antaño impulsó el Estado del bienestar y que ha jugado un importante papel en la redistribución de la riqueza.

En la segunda mitad del pasado siglo se vivió el cenit de las formaciones socialdemócratas. Fue la época en que, principalmente, los países nórdicos irradiaron un modelo político que llevó a lograr avances sociales y mejoras económicas. Sin embargo, el mayor bienestar alcanzado hizo que este pensamiento político perdiera la fidelidad de gran parte de su electorado tradicional, que se sintió libre de votar a otras opciones que prometían más libertad y progreso.

La caída del Muro de Berlín impulsó el eurocomunismo, que en muchos aspectos abrazó la ideología socialdemócrata. La consecuencia fue que la necesidad de ampliar las bases electorales hizo que los partidos de la izquierda moderada aceptaran plenamente la economía de mercado.

Pero la socialdemocracia siempre ha tenido enemigos dentro y fuera. En el plano interno, sus principales líderes fueron virando hacia políticas más conservadoras (recordemos cómo Tony Blair asumió los postulados de la denominada Tercera Vía). Y, en el lado opuesto, con Margaret Thatcher y Ronald Reagan en el poder, se produjo el auge de las ideas neoliberales, que auspiciaron las nacionalizaciones, las políticas de ajuste y la desregulación.

El resultado de todo ello ha sido la última crisis financiera, que ha venido a recordarnos que la hegemonía del capitalismo especulativo sobre el productivo significa el fin de la creación de riqueza y de las políticas redistributivas. El olvido de estas realidades por parte de los partidos socialdemócratas hizo surgir los movimientos populistas, que a la postre se han convertido en sus principales rivales en la contienda electoral.

Los continuos vaivenes programáticos de las organizaciones socialdemócratas están poniendo de relieve la ausencia de una ideología alternativa válida. Los partidos conservadores tienen el credo de la globalización; los nacionalistas y populistas apuestan por la antiglobalización. Pero la socialdemocracia carece de respuestas coherentes para los tiempos que corren.

Vivimos en una sociedad tecnológica y, lejos ya de atender solo a viejas reivindicaciones de clase, los partidos deben ofrecer soluciones para los problemas que hoy reivindica la sociedad: bienestar, seguridad, crecimiento sostenible, defensa de las libertades, diversidades culturales, derechos de las minorías, protección de los consumidores, etc.

La conclusión es fácil: si la socialdemocracia quiere sobrevivir --y esto también vale para el socialismo español--, deberá procurar ser recordada, no por la sempiterna lucha cainita de sus líderes, sino por el acierto que tenga a la hora de saber construir un socialismo renovado y asimilador. Pero comprendiendo también que la radicalidad puede disolverla en el populismo.