Filólogo

Ninguna señal de paz más evidente, ninguna expresión más palmaria de bienestar social que una manifestación de perros, de dueños de perros, pidiendo unos metros de parque para retozar. Uno agradece vivir en una ciudad, Cáceres, donde se ha llegado a un grado de sensibilidad semejante.

La manifestación canina de hace unos días parece el modelo: la domesticación no es la humillación, y la presencia del animal no genera suciedad ni coacción al ciudadano. ¿Por qué el municipio más grande de España no les dedica kilómetros?

Con el interrogante, más interrogantes: ¿Qué tienen ciertos animales de compañía que succionan y activan el amor de sus amos hasta impulsarles a esta atrevida reivindicación?

Esta sensibilidad agudizada hacia el animal, enriquece al ser humano, pero no contesta a todas las preguntas: ¿Qué le ocurre al ser humano que sale a la calle a solicitar metros para que el perro retoce y no se atrofie, pero no trasvasa esa solidaridad al 20% de vecinos que viven en la pobreza? ¿Qué le pasa al ser humano cuando solicita un pipican, pero pasa olímpicamente de que mueran diariamente 35.000 niños, sí, 35.000 niños de hambre y falta de atención sanitaria? ¿Qué le pasa cuando en su tierra hay 600 mujeres obligadas a la prostitución y no mueve un dedo? ¿Qué nos lleva a considerar, como en Cataluña, delito el maltrato al perro pero no el maltrato a la mujer?

Sé que el bienestar del can moldea el medio ambiental, social y humano, y estoy seguro que ningún hombre puede ser dichoso en una comunidad que no permita la libertad individual, pero dudo de la salud de la sociedad que estratifica la solidaridad y se queda en mínimos. También considero cierto que el deber para con el prójimo no es todo el deber que el prójimo necesitado espera.

Cuestión de valores y verdades, y éstas, salvo la tabla de multiplicar, precisa y cierta, andan poco limpias de polvo y paja.