Existe en España un perfecto desequilibrio entre como se vive y como correspondería vivir. Montados en la cresta de una ola imaginaria, hemos creado en torno a nosotros una realidad de autocomplacencia impostada, y para perpetuar este delirio fatuo no hemos dudado en embarcarnos en una deriva claudicante.

Si en un ejercicio de honradez intentáramos recortar los gastos corrientes de las administraciones públicas, suprimir los cargos discrecionales y todo cuanto conllevan, reajustar la duplicidad derivada del actual modelo de Estado, racionalizar incluso las subvenciones y hasta reformar el mercado laboral, el financiero o el fiscal, aún así, si carecemos de una clara intención regeneradora, no habríamos conseguido nada.

Porque una vez terminada la fiesta, lo peor es la resaca del día siguiente. El súbito despertar a una realidad anodina, la voz pastosa, la resecación, la pesadumbre, la constatación de que los nubarrones negros de la austeridad se ciernen sobre nosotros como un mal augurio. Cuando a un ayuntamiento se le quedan escasos los recursos, en lugar de adecuar los gastos a sus posibilidades, se abandona en brazos del endeudamiento, creando así un artificio contable que terminará por asfixiarle.

Hubo una época dorada en la que nuestra calidad de vida fue incluso superior a la de los países más prósperos. Como nuevos ricos confundimos el lujo con la necesidad y nos impusimos un estilo de vida desmesurado. Nos jactábamos de ser los campeones de la construcción, de las exquisiteces galácticas, de los trenes de alta velocidad, de la energía sin riesgo, de los aeropuertos y las televisiones autonómicas, de pensar que el Estado de bienestar era como una madre protectora que satisfaría todas nuestras necesidades, y empezamos a dejar las tareas ingratas en manos de otros y a desdeñar el esfuerzo; sin darnos cuenta que nuestra capacidad industrial, nuestros recursos y nuestra productividad no disponen del fuste suficiente como para mantener encendida de forma permanente la hoguera del despilfarro.

Y ahora nos sentimos como caballos abandonados en medio de la tormenta, en busca de algún culpable sobre el que descargar nuestra ira. Y no mostramos reparo alguno en calificar a los políticos de nefastos e incompetentes, a los sindicatos de conformistas, a los especuladores de despiadados y codiciosos, a los empresarios de oportunistas; sin darnos cuenta de que en parte, todos hemos contribuido a crear este monstruo que finalmente terminará devorándonos.

Esto no va en descargo de quienes carecieron de la capacidad de reacción suficiente como para gobernar la nave con eficacia, pero no se trata de juzgar ahora el pasado, sino de evitar el tener que pasar por el oprobio de que, como a una nueva colonia del neoliberalismo, nos gobiernen desde fuera.