Como es sabido, la Unión Europea, cuya bandera azul y estrellada despertaba, allá por los años noventa, solo simpatía y esperanzas, tiene cada vez más detractores. Más que la propaganda antieuropea de Russia Today (que la UE se ganó a pulso por su política hacia Rusia, cargada de herencias de la guerra fría), son más de temer los enemigos internos, como Marine le Pen que sueña con «destruir desde dentro la Unión Europea», o Viktor Orban, quien, como pertenece al Partido Popular europeo, goza de un trato de favor que no tienen otros, y puede comportarse en su país como un pequeño Atila, rey de los hunos (de quienes, al fin y al cabo, dicen descender los húngaros).

Por toda Europa va ganando posiciones el autoritarismo que, sin una reacción vigorosa, acabará matando la democracia, que no solo implica la voluntad de la mayoría, sino el respeto a las minorías. La burocratización de la Unión Europea, los desproporcionados sueldos y prebendas de sus empleados, nos han hecho olvidar que esta unión fue una vez un sueño utópico que surgió en las horas más bajas y mortíferas del continente. Como explicara José M. Faraldo en La Europa clandestina, la idea europea surgió del espíritu de la Resistencia, de quienes se oponían a una Europa de «señores» y «esclavos». Mientras trepadores sin escrúpulos, como el francés Laval o el noruego Quisling se encaramaban al poder gracias a los nazis, en los campos de concentración agonizaba y moría lo mejor de la juventud europea. El «Manifiesto de Buchenwald» quedará como una muestra extraordinaria de europeísmo surgido de un infierno donde ya sobrevivir cada día era una hazaña. Buchenwald también marcó para siempre a Jorge Semprún, el mayor intelectual europeo que ha dado nuestro país.

No es casual que quienes sufrían las consecuencias del nacionalismo extremo, apostaran por un federalismo europeo, y nadie puede negar los beneficios que nos ha traído el difícil hermanamiento del continente más pequeño y diverso del globo. Pero la regeneración de Europa no vendrá de las recetas de Emmanuel Macron, nuevo mesías del liberalismo. Privatizar los trenes, de lo poco que queda público, ¡qué gran idea! Viví en Alemania cuando los trenes aún eran públicos y daban un servicio excelente y a un precio asequible. Privatizados, son tan caros que la gente prefiere tomar el avión para ir de Múnich a Leipzig, lo que contamina seis veces más. Los señores de Bruselas, en su aislado mundo feliz, no se dan cuenta de que la gente quiere otra cosa. Como dijo una vez el historiador Juan Andrade, el voto a la derecha nacionalista en países como Hungría o Polonia es en el fondo un voto «muy socialdemócrata», pues en esos países se adoptan políticas activas de empleo público o generosas ayudas por maternidad, que los socialdemócratas no se atrevieron a aplicar. Y el nacionalismo es un reflejo ante una situación en la que el pez grande se come al chico y los bancos y empresas húngaras o polacas son comprados por bancos y empresas alemanas. En Francia, tras la Liberación, se nacionalizaron la aviación y las eléctricas. En 1945 se estrenaba la película La batalla del raíl, donde se mostraba la lucha de los ferroviarios franceses contra los nazis, saboteando sus transportes de guerra. Esos ferroviarios que según Macron son unos «privilegiados». Los privilegios, claro, han de quedar para los ricos.