Historiador

Soy el primero en reconocer, y defender, lo necesario que son los cambios. En denunciar la inmutabilidad de prácticas e, incluso, leyes o marcos supremos como la Constitución. Sin embargo, perentorio resulta echar la vista atrás, al uso de las históricamente reconocidas contrarreformas. Y eso está pasando en Educación.

Posiblemente tienen relativa razón los colectivos implicados cuando demandan transformaciones en una realidad que, con la modificación de conductas, o con las poco arteras aplicaciones de la legislación diseñada al efecto, presionaba llamando la atención hacia un, ¡basta ya! Pero claro, mirar por el retrovisor, retroceder varias decenas de años, añorando soluciones ya ensayadas, y culminadas por el más estruendoso de los fracasos, no parece ser la más idónea de las recetas. Y no olvidemos que fue ese fracaso el que demandó la modificación de un sistema educativo que ya no servía. ¿Y va a servir ahora, pasados casi veinte años?

Precisamente lo que ha caracterizado al entorno educativo ha sido su patina innovadora, transgresora de moldes establecido, progresista ante la reacción de sus poderes. Ahora, algunas de las propuestas de la LOCE parecen conducirnos por esa senda ya transitada, y olvidada, por muchos de nuestros progenitores.

Es el caso, por ejemplo, de la reválida, un nuevo filtro para el estudiante; un presunto garante de calidad para el profesorado; una duplicidad en la práctica para dificultar la entrada en la universidad. Y si ese es el loable objetivo, que se diga y no se escondan los argumentos en la defensa de un equilibrio del saber; en una nueva élite; En la siembra de la desconfianza en el trabajo del docente que precisa de elementos externos para su reconocimiento. Quizás fuera necesario un cambio. Pero no para atrás.