WCw inco años después de la tragedia del huracán Katrina, el presidente de EEUU, Barack Obama, quiso visitar Nueva Orleans. En un emotivo discurso, ensalzó la obra de quienes han emprendido la reconstrucción de la ciudad, a los que consideró dignos representantes del modo de vida americano. Pero Obama también supo ser crítico --quizás porque aquella tragedia no tuvo que afrontarla su administración-- con la falta de recursos en algunos aspectos clave de la recuperación y con el retraso en la construcción del espectacular nuevo sistema de diques que debe ahuyentar el peligro de una reedición de la tragedia.

El Katrina y sus consecuencias fueron una sorpresa para muchos. En primer lugar, para las víctimas que no fueron advertidas por las autoridades del peligro que se les venía encima. En segundo lugar, para los dirigentes locales y nacionales, que tardaron demasiado en valorar el impacto del vendaval y sus consecuencias. Y, finalmente, para el resto del mundo, convencido que era inimaginable que en territorio de la primera potencia mundial se vieran imágenes de devastación como las de Nueva Orleans.

Muchos pensaron entonces que se rompía el viejo principio según el cual el impacto de las catástrofes no es proporcional a la fuerza de la naturaleza, sino a la pobreza de las víctimas. Con el paso del tiempo, se ha visto que el Katrina solo fue un avance de los desajustes internos en EEUU que más tarde proporcionaron episodios aún más soprendentes, como la crisis de las subprime.