El capitalismo industrial incipiente alimentó las grandes utopías decimonónicas que profetizaban una sociedad liberada del yugo del trabajo. Por aquellos entonces la mayoría de los trabajadores, hombres, mujeres y niños, se ocupaban de duras faenas agrarias, y los que salían del campo iban a parar a fábricas y minas donde la dureza no era menor. Desde la miseria se vislumbraba el enorme poder transformador de la industrialización, pero ni los más visionarios imaginaron un mundo en el que el trabajo llegase a ser un bien escaso. Lejos de cualquier utopía, el capitalismo de la alta tecnología y la globalización sólo necesita un porcentaje reducido de trabajadores muy cualificados para desplegar un potencial inconmensurable. "La economía high-tech puede prescindir de la mayoría de los individuos en condiciones de trabajar... (lo cual) no significa que éstos puedan vivir más allá del mercado de trabajo" (Ralf Dahrendorf . En busca de un nuevo orden . Paidos. 2005).

La economía del conocimiento cambia el sentido del trabajo y, por consiguiente, la oferta y demanda de cualificaciones laborales. En un extremo se sitúan las personas de alta formación y especialización, con grandes oportunidades para emprender sus propias iniciativas o ser contratados por empresas que operan en mercados mundializados, recibiendo remuneraciones en múltiplo de los salarios medios. En el extremo opuesto se sitúan las personas poco cualificadas y, por ello, en riesgo de exclusión del mercado de trabajo hacia distintas situaciones de desempleo y precariedad.

XSI ENx la actualidad las características de los ocupados tienen poco que ver con las de un pasado relativamente reciente, menos aún las de los desempleados. Crece el número de aquellos que entran y salen con frecuencia del mercado de trabajo, de los que suman bajos e intermitentes salarios con bajas e intermitentes ayudas públicas para asegurarse un mínimo de renta, y de los que combinan actividades regulares e irregulares. El riesgo de exclusión se extiende por una casuística inabarcable de situaciones individuales y familiares.

Sin embargo, o hasta el momento, no se han propuesto alternativas más allá del mercado de trabajo , incluso suponiendo que fuesen financieramente viables. No es razonable pensar que un joven prefiera ser un parado de por vida o que sus padres se lo recomienden. Para la inmensa mayoría de la gente, la libertad personal, la autoestima o la condición ciudadana, pasan por tener un empleo retribuido y estable.

No son cuestiones estrictamente económicas. Nunca tantos han disfrutado de los niveles de bienestar alcanzados en los países prósperos. Sin embargo, en las sociedades europeas, con notables diferencias, es muy significativo el porcentaje de jóvenes cuyas expectativas en el mercado de trabajo son más pesimistas que las de sus padres. Ya se sabe que las expectativas, y particularmente las de los jóvenes, contienen altas dosis de subjetividad. Pero también un componente racional, que se puede contrastar con los hechos y los datos. En grado alto o muy alto, las causas aparecen siempre vinculadas al fracaso en la enseñanza secundaria o a la obtención de títulos universitarios que no capacitan especialmente para emprender la carrera profesional elegida. Cuando un joven es consciente de que sus carencias son muy difíciles de suplir fuera del sistema reglado de formación y educación, que ya ha dejado atrás, lo más probable es que se sienta ajeno a los incentivos y oportunidades de la economía del conocimiento.

Estas expectativas pesimistas no parece que hagan mella en el discurso solemne de los dirigentes de la UE. Claro que "la riqueza de Europa se basa en el conocimiento y las capacidades de sus gentes; esta es la clave del crecimiento, el empleo y la cohesión social" (Declaración de Berlín en el 50.º aniversario del Tratado de Roma). Pero enunciado así se hace abstracción de la desigualdad quizás creciente en la distribución de los conocimientos y las capacidades entre los individuos. También se hace abstracción de que el estancamiento económico aumenta la precariedad y eleva el riesgo de exclusión de los menos cualificados, que son muchos, y ensancha la brecha entre las personas con altas y bajas cualificaciones. La cohesión social pasa el crecimiento y porque la gente tenga empleo, o mejor, porque cada cual pueda desarrollar todo su talento para ofrecer los bienes y servicios que necesitan o desean sus semejantes.

*Economista