No cabe duda de que la actual crisis global en la que aún seguimos inmersos es, ante todo, mutante. Hemos presenciado episodios donde la liquidez era el centro del problema, luego lo fue la solvencia y finalmente los problemas llegaron hasta el mismo corazón de las cuentas de los estados. También nos hemos acostumbrado a ver una crisis desde una perspectiva variable. Primero, y era verdad, no iba mucho con nosotros eso de las hipotecas subprime y de los productos estructurados. Luego, nuestra crisis inmobiliaria endógena fue superando poco a poco la envergadura de los problemas importados para finalmente converger los problemas internos y externos en la crisis de la deuda soberana. Afortunadamente, en los últimos meses, poco a poco, nos hemos ido despegando del pelotón de los países con más tensiones en su deuda a pesar de habernos dejado algunas letras de rating por el camino.

La asamblea general del Fondo Monetario Internacional y las reuniones multilaterales en su entorno (G-8, G-20) de hace dos años fueron clave para evitar el colapso de las finanzas globales tras la quiebra de Lehman Brothers. Todo el mundo se conjuró para evitar el desastre y la verdad es que el objetivo se cumplió, al menos temporalmente. Sin embargo, la asamblea de este año ha pasado sin pena ni gloria, como probablemente pase la próxima cita del G-20 en Seúl. En el 2008, los gobiernos eran conscientes de lo que se jugaban y se acordó hacer lo indecible para evitar que el mundo cayese en una recesión con pocos o ningún precedente. Hoy, sin embargo, el peligro máximo parece conjurado, pero la recuperación es lenta. La acción común parece haber terminado y se está instalando un peligroso sálvese quien pueda.

XEN EEUUx prima la incentivación de la economía sin que déficit y deuda sean una prioridad. En Europa está pasando más bien al contrario, probablemente por la fragilidad inherente a una unión monetaria que no lo es en lo político ni en lo fiscal. Japón navega entre dos aguas intentando salir de un estancamiento ya crónico y China- simplemente crece mucho, tal vez, demasiado. En esa búsqueda egoísta por la recuperación local deben entenderse los movimientos cambiarios que vivimos en los últimos meses. Si antes fueron volátiles las cotizaciones de las acciones, hoy lo son las de las divisas. Y la verdad es que el panorama es realmente confuso.

Un país debe realizar una devaluación cuando ha crecido artificialmente y ha dejado de ser competitivo internacionalmente. Es lo que ocurrió en España en 1993 tras la Expo y los Juegos Olímpicos. Crecimos de manera muy rápida y desequilibrada, acumulándose grasa en nuestro tejido económico. El régimen fue duro: caída del PIB durante cuatro trimestres, paro al 24% y morosidad al 9%. La salida: ajustes y devaluaciones, cuatro, de la entonces moneda patria. Pero España recobró la senda del crecimiento, de una duración sin precedentes, hasta que en el 2008 despertamos bruscamente con caída del PIB y el incremento del paro y de la morosidad.

Nos encontramos ahora con una situación con algunos elementos comunes, pero también con claras diferencias. Nuestra economía necesita un ajuste, pero la válvula de escape de la devaluación competitiva ya no se decide aquí, sino en Fráncfort, en la sede del Banco Central Europeo, pues nuestra política monetaria está delegada en él. Y lo que es una enorme virtud, pertenencia a un grupo económico fuerte, es también, en tiempos de zozobra, una barrera para la recuperación.

Pero aunque España no puede ajustar su moneda en solitario, estamos viviendo una creciente guerra cambiaria mundial que puede desembocar en una guerra comercial. Japón ha rebajado aún más sus tipos de interés, EEUU se prepara para imprimir cantidades ingentes de billetes y Europa airea al mundo las miserias de sus socios más débiles, todo ello con un único objetivo: debilitar la moneda propia y así activar las exportaciones.

Pero el gran ajuste está por hacer, y es muy difícil que se produzca: China no tiene ninguna intención de revaluar su moneda y para lograrlo no solo cuenta con una clarísima decisión política, sino que sus enormes reservas de divisas pueden ejercer de árbitro mundial, fortaleciendo o debilitando la moneda que más le interese.

Probablemente, en los próximos meses veremos auténticos bandazos en las cotizaciones de las monedas e incluso el renacer de ciertas barreras arancelarias. Si la sangre comercial y cambiaria llega al río, estaremos abocados una reunión en la que se fijen los tipos de cambio, una reedición de los acuerdos de Bretton Woods que fijaron el patrón oro como referencia y permitieron 30 años de estabilidad cambiaria. Claro que para llegar a esa reunión fueron necesarios 15 años de crisis y una guerra mundial, por lo que muy mal tendrá que verse la situación para que se convoque una reunión del calibre de la de 1944.