Vicente Del Bosque encarna un exotismo: el sentido común. Escuchándole, las masas futboleras se cautivan con la ponderación de sus opiniones y de sus razonamientos, pero ese sortilegio dura poco, pues la cabra tira al monte y enseguida prende la sospecha, en la citada masa, de que ese hombre no debe tener sangre en las venas. La evidencia señala que no sólo tiene sangre en las venas, sino que le riega el cerebro admirablemente, cosa que ya le sucedía cuando era jugador, cerebro del Madrid por cierto, aunque por regarle el susodicho órgano le tildaban de lento . En efecto, Del Bosque tardaba lo que se tarda en pensar, es decir, lo que tarda la cabeza en transmitir al pie la orden más adecuada, pero eso es demasiado racional para una guerra, que no otra cosa es, aunque reglamentada e incruenta, el balompié. O dicho de otro modo: a don Vicente Del Bosque le falta como entrenador y seleccionador nacional lo que le faltó de futbolista: un punto, o dos, de energumenismo.

El Cuarto Poder del ramo intenta sin éxito arrancar a Del Bosque algún exabrupto hacia su predecesor, Luis Aragonés , que anda buscándole, al parecer, la boca. Este sí tenía, y tiene, esa demasía y esa arbitrariedad que tanto gustan. Caer, cae como un tiro, pues él mismo cultiva con esmero su antipatía, pero, a efectos de identificación, la desmesura puede siempre en España a la sensatez, como se demuestra, sin ir más lejos, con el reciente y peregrino suceso de que todo un Senado se haya ocupado de la contingencia de una señora con burka por la calle, cuando nadie, en puridad, ha visto todavía semejante cosa. Luis era odiado, pero molaba, en tanto que Vicente es admirado, pero no gusta ni un pelo.

Lo mejor de La Roja (La Rojigualda, según el facherío) es, sin duda, su actual entrenador. Pero eso no se aprecia en un país que sólo ha vibrado futbolísticamente de verdad con el agónico, mágico, absurdo y brutal 12-1 a Malta.