Hace dos domingos, ya de noche, me encontré con Angelín , senderista de los que no pueden pasarse un fin de semana sin subir a alguna montaña del norte de la provincia. Me dijo que venía de Cabezabellosa, y que tenía ganas de llegar a casa para ver en internet cómo había quedado el Cacereño --es un incondicional del equipo blanquiverde--. Le pregunté que si no llevaba una radio consigo. Me respondió que no, que cuando va a la montaña le gusta estar conectado exclusivamente a la naturaleza y sólo carga con el alimento y los utensilios estrictamente necesarios. La radio y el móvil se quedan en casa. Por un lado pensé en la perspectiva romántica de su determinación. Esa actitud, entre primitiva y austera, hoy sólo la toman los románticos, esos que se niegan a ser engullidos en su totalidad por los sofisticados inventos tecnológicos. Por otro lado pensé en el desaprovechamiento de los aparatos. De haber tenido un accidente en la montaña, le hubiese sido muy útil un móvil que le comunicase con un puesto de socorro. Sin embargo hay quien lleva un móvil todo el día pegado a la oreja para comentar cosas pueriles.

Con la nueva civilización tecnológica, los románticos tienden a extinguirse. Los juegos de los niños se basan en la manipulación de botoncitos pegados a una máquina. No se los ve jugar al clavo, a la pica o a la comba. Eso sí, culpémonos de ello los adultos, que no les dejamos una sola calle exenta de tráfico para que practiquen esos juegos, y además los mantenemos pegados a la televisión para que nos dejen en paz. Desde que se inventó el procesador de textos, apenas existen escritores románticos que escriban con bolígrafo o pluma. La fotografía se ha mecanizado totalmente con los procesos de digitalización y los programas de manipulación, aunque todavía queda algún fotógrafo romántico que no ha desechado métodos antiguos.

Mi amiga Agueda , una soltera cincuentona que trae a los hombres de cabeza, se lamenta de que todas las cartas de amor que recibe últimamente huelen a tinta de impresora láser.