Afirmar que estamos en un mundo en crisis es un tópico, y por eso mismo, una verdad popular que la tenemos ahí hiriente y, a veces, desconcertante. La historia se acelera. Termina una época y nos llega otra que ya ha empezado a ser muy diferente. Los sabios desligados de los humanistas y los místicos han realizado invenciones asombrosas, ¡mágicas!, pero como hicieran los aprendices de brujo, todas se han vuelto contra el hombre. Se ha ido creando un sistema en el que el hombre está puesto al servicio de la producción de objetos sofisticados y triviales, cuando debía estar la producción de esos objetos al servicio del hombre. La ciencia y la técnica, y todo el progreso espectacular en el que vivimos, ha producido cosas verdaderamente admirables. Es cierto que no existe crisis alguna de objetos y artefactos, pero existe crisis de esperanza. Aunque podemos tener los mejores aparatos que proporcionan confort y los últimos modelos de coche a pagar en plazos, el hombre sabe que se van deteriorando sus relaciones humanas. Cada vez se hace más difícil la convivencia. Un pensamiento se escapa de lo más profundo del ser: ¡Ojalá pudiera vivir de la fragancia de la tierra y, como "la plantita del aire" de mi despacho, ser alimentados por la luz. Las ciencias físicas, biológicas..., tratan de esclarecer ese rompecabezas que es el mundo y la misma existencia humana. Pero a pesar de sus progresos no pueden dar una respuesta a la vida y a la muerte, al odio y al amor, a los asesinatos y accidentes... Las lágrimas de un niño inocente herido por la metralla en Irak o Israel, la esposa asesinada por su marido, la enfermedad, el tedio, la alegría nos cuestionan y no sabemos darle una respuesta correcta.