Mientras en casa Schuster todo es alegría, cava y turrón, en can Barça la indigestión se acentúa. Porque la derrota de los catalanes ante los blancos el pasado domingo es mucho más que una derrota. Es otro serio toque de atención para un club que sigue pagando el precio de lo que Laporta denominó el mal de la autocomplacencia. Da la sensación de que las cosas siguen donde estaban por más que directiva, técnicos y jugadores juraran haber aprendido de los errores. El primero fue no tener la valentía de afrontar a final de temporada la decisión que, desde el propio club, muchos consideraban obligada: traspasar a Ronaldinho. La estrella no es responsable de todos los males del Barça, pero igual que en su día fue el símbolo del éxito, ahora es el retrato de una caída en picado que puede arrastrar a todo el equipo. Rijkaard también ha contribuido a esta situación: apostó por la continuidad del brasileño, con el argumento de que podía recuperarle, pero el día a día lo desmiente. La decisión de alinearle, después de que el equipo rindiera mejor sin él en Valencia y de una semana en la que, por su actitud, le ha dado más que motivos para dejarle en el banquillo, cuestiona su autoridad y el supuesto cambio de código del vestuario. Si Ronaldinho no se comporta como un profesional, Rijkaard debería ser el primero en evitar que se repita la historia de la pasada temporada. Después de presumir con motivos del éxito del círculo virtuoso, a la directiva le corresponde ahora poner fin de una vez por todas al círculo vicioso en el que anda metido el vestuario. Las medidas deben ser drásticas. De lo contrario, corre el riesgo de que el Camp Nou vuelva la vista hacia el palco.