Estábamos cenando en un restaurante de cocina tradicional de Pleven, en Bulgaria. Una de esas ocasiones que la vida te presenta al abrigo de los programas europeos de educación. Esos viajes que te montas, según algunos, ese chollo que te buscas, según otros, esa colaboración internacional, trabajo incluido que nadie quiere ver y que siempre redunda en beneficio de los alumnos, según tu buen saber y entender.

En este caso, estábamos invitados por los profesores del Instituto búlgaro con el que participamos en un Proyecto Educativo Europeo Comenius, seis profesores de tres países: Alemania, Francia y España. Portugal también forma parte del proyecto, pero sus profesoras no habían conseguido el permiso oficial: tienen una ministra que acaba de declarar culpable del fracaso escolar única y exclusivamente al profesorado. Glorias del pensamiento como esa también tenemos por estos lares, qué se le va a hacer.

En medio de la cena, en la que nos comunicábamos como podíamos, utilizando todas las lenguas a nuestro alcance en una voluntariosa ensalada lingüística aderezada con buen vino búlgaro, padre de toda locuacidad, apareció de pronto una señora con un ramo de rosas. Guapa, ligeramente entrada en años y en carnes, con esa cara limpia, morena y reluciente de quien pasa muchas horas a pleno campo y una sonrisa que le llenaba hasta el alma, quiso venderme una flor.

Acostumbrado al asalto del extremo oriente y sus capullos en medio de cualquier evento familiar o social, rehusé la oferta. La señora, sonriendo, escogió una rosa roja y la puso junto a mi plato, me cogió la mano y la besó, musitando algo que, en mi absoluto desconocimiento del búlgaro, no entendí. Eso sí, los profesores nativos aplaudieron con entusiasmo. Y al alejarse, dijo en alemán: "me llamo Rosa ".

Liliana , una joven profesora de español, vino en mi auxilio: "ya puedes presumir, que te la ha regalado porque dice que le has gustado, que le has caído bien".

XINTENTARx deshacer el entuerto que yo mismo había provocado habría sido ofenderla, así que di las gracias y me callé, pero no pude dejar de pensar. Seguía instalado en el país rico en el que vivo. Rico hasta límites insospechados, si tenemos en cuenta que, en Bulgaria, un profesor con más de quince años de experiencia gana 150 euros al mes. Rico hasta el punto de que barrios enteros de una ciudad como Pleven, cuarta o quinta del país, se están despoblando en una brutal escapada a España en busca de un salario que les permita vivir dignamente a ellos y a sus familias. Como ocurrió aquí hace treinta años, cuando vimos vaciarse pueblos enteros con la ilusión de futuro envuelta en una maleta atada con cuerdas.

Bulgaria aspira a entrar en la Unión Europea en 2007. El cambio de su moneda, el lev, con respecto al euro es el mismo que tuvo el marco alemán en el momento de su paso a la moneda única: dos por uno. ¿Cómo es posible que un país con ese potencial, con esa naturaleza, insultante por esplendorosa, con ese enorme capital turístico junto al Mar Negro, pueda vaciarse por falta de expectativas? No seré yo el que resuelva la ecuación, pero sí el que agradezca siempre que esos profesores, que no cobran ni el 10% de lo que yo gano, me invitaran a cenar sólo porque era un colega de otro país de visita en el suyo. En fin...

Recuerdo que, allá por los setenta, envidiábamos a los turistas que, con cuatro monedas y media de su país, se pasaban un mes en España a cuerpo de rey. La verdad es que sentirme ahora uno de ellos no me ha producido ningún placer; más bien vergüenza.

Mein name is Rosa, dijo ella, como si su nombre le diera licencia para regalar hasta lo que podía ser su comida del día siguiente...

*Profesor