Eran las 15.30, y yo me dejaba caer en el súbito sopor al que me abandono cada siesta, especialmente de verano, cuando el penetrante sonido de una especie de taladradora me devolvió insistentemente a una obligada vigilia.

No podría trazar una frontera entre el útil y a veces apetecible sonido y el simplemente molesto ruido, y sin embargo todos sabemos cuál es y en qué radica la diferencia que hay que buscar en el propio sujeto que lo percibe. Efectivamente la reacción ante un determinado nivel de decibelios es distinta en un sordo que en una persona que padezca hipercusia. Y en este punto no queda más remedio que acudir a la normativa que marca unos niveles soportables y no considerados como agresivos para quienes estén sometidos a ellos. En nuestro país los aspectos referidos a estos conceptos están desarrollados en la Ley del Ruido.

Pero el problema no es tan sencillo como parece, y así un mismo ruido no molesta igual a las doce del mediodía que en plena hora de siesta, ni perturba del mismo modo si es esporádico o se repite de manera permanente, de ahí la necesidad de determinar unos horarios sobre actividades ruidosas, que si bien no tienen en cuenta al sector de la población, cada día más abundante, que por razones de su trabajo duerme a deshora, procuran responder a las necesidades de descanso más comunes.

XHACE UNOSx días leíamos en estas mismas páginas las declaraciones del presidente de la Junta, Guillermo Fernández Vara , sobre su intención de transferir a los consistorios las competencias sobre actividades molestas nocivas y peligrosas, al objeto de dotar de mayor protagonismo a los ayuntamientos. Este es un tema que interesa seriamente al nuevo consistorio cacereño, preocupado por el rechazo popular que ha venido suscitando el estricto horario de cierre de bares y otros establecimientos lúdicos en la ciudad, tema igualmente clave de la campaña electoral en los últimos comicios municipales, y que responde a una de las demandas más repetidas por parte de la gran mayoría de los cacereños, trascendiendo al ámbito de debate previsto oficialmente, el Consejo de Grandes Ciudades.

Y sin embargo ocio y ruido no son necesariamente equivalentes, por más que algunos insistan en mezclar los términos con fines claramente políticos. Entiendo que ruido es lo que hacen algunos niñatos con el tubo de escape preparado de sus motos, lo que se oye cuando te tiran el edificio de al lado para edificar, lo que suena cuando a una empresa le permiten practicar publicidad, desde el megáfono de un coche, o el jaleo que media docena de borrachos maleducados pueden llegar a ocasionar, en medio del silencio de la noche, cuando su equipo de fútbol gana la liga.

Yo nunca me tomaría a broma el problema del ruido, sobre todo sabiendo, que en España, el segundo país más ruidoso del mundo después de Japón, nueve millones de personas soportan niveles inaceptables de ruido y que la saturación acústica en muchas ciudades supera el límite de tolerancia, de 65 decibelios establecido por la OMS.

Personalmente exijo que la normativa sobre ruido se cumpla, quiero que se analice, se amplíe y se vigile, pero teniendo en cuenta que el 80% de los ruidos proviene de los vehículos de motor, el 10% de las industrias y sólo el resto de ferrocarriles, bares, locales públicos y talleres, me parece que intentar solucionar la situación limitando el horario de cierre de bares y otros locales lúdicos es una medida simplista y más política que efectiva.

Semejantes soluciones sólo sirven para acallar unas cuantas conciencias, arruinar a unos cuantos empresarios hosteleros, reventar el atractivo turístico del lugar y quitarles a muchos las ganas de quedarse y hasta de venir a vivir a nuestra ciudad. Y como francamente tampoco creo que se trate de penalizar a los ciudadanos que queremos disfrutar de la noche cacereña sin molestar a nadie, espero que brevemente se replanteen, sin mezclar churras con merinas, los problemas del ocio, del horario, y del ruido.

*Profesora de Secundaria