La información que publicó ayer este periódico sobre los 200 rumanos que tuvieron que desalojar a prisa y corriendo el campamento que habían montado a las afueras de Villanueva de la Serena refleja, más allá del desgraciado episodio del fuego y de la huida con los pocos enseres que cada uno tuviera, una situación que debería ser objeto de reflexión en la sociedad extremeña. Ayer fueron las imágenes del desalojo de ese campamento, anteayer las de trabajadores explotados por empresarios (¿?) desaprensivos en Montijo o en Aceuchal. O de nuevas evacuaciones ante inundaciones en Puebla de la Calzada, cuando no historias sórdidas de violaciones y secuestros para la explotación sexual de las mujeres... Todas esas informaciones tienen un amargo denominador común, porque de ellas se deduce que los rumanos, que pueden moverse con libertad por los países de la Unión Europea pero no para ser contratados en destino, son los nuevos desdichados que nos visitan. Ni siquiera los inmigrantes africanos, cuya imagen está siempre relacionada con la patera o el cayuco, están condenados en nuestra región a sufrir esa situación de desvalimiento, de personas fantasmales extramuros de la sociedad que tiene reconocidos los derechos básicos, de refugiados. Y sin embargo lo son. Extremadura es tierra de acogida. Extremadura se ha esforzado por que los temporeros, sobre todo gitanos portugueses que vienen a recoger las cosechas de los frutos del verano, estén en condiciones en que quede lo más posible a salvo su dignidad de seres humanos. Pero estamos fallando con los rumanos: su desamparo lo demuestra.