Los términos del acuerdo entre Rusia y Georgia para detener la guerra, logrados por el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, en nombre de la Unión Europea, no admiten dudas en cuanto a que constituyen un triunfo indudable de la fuerza de los hechos --la superioridad aplastante del Ejército ruso en el campo de batalla--, por más que se presente como el resultado de un ejercicio de poder blando de los europeos.

El error de cálculo cometido por el presidente de Georgia, Mijail Saakashvili, que creyó tener tras de sí el apoyo de los países de la OTAN --aspiraba al ingreso de su país en la alianza-- para salir airoso del envite, parece que hace imposible una interpretación diferente de estos hechos que han saltado a la actualidad internacional.

Ni la OTAN ha ido más allá de las palabras ni Estados Unidos, de las declaraciones y la ayuda logística a los soldados georgianos en Irak, en un conflicto cuyo desenlace corresponde fijar a Rusia de acuerdo con la lógica que se aplican a sí mismas las grandes potencias.

Si la dependencia energética europea del gas ruso, unido a la escalada de precios, anunció el renacimiento político de Rusia durante el mandato de Vladimir Putin, la crisis en curso ratifica el peso de esa dependencia y subraya la voluntad de Dmitri Medvédev, sucesor de Putin, de descartar cualquier asomo de debilidad.

El debate que históricamente ha llenado de ansiedad el alma rusa --los límites de la nación-- se ha reactivado en estos momentos en que ha estallado el conflicto bélico con una certidumbre que ni los políticos ni los académicos ponen en duda: los límites de Rusia los determinan las comunidades que, a las puertas de la federación, cuentan con una población mayoritariamente rusa. Si esta es una posición que entraña o no riesgos es algo que solo el futuro podrá despejar.

Lo mismo puede decirse del efecto Kosovo en la resolución de la crisis diplomática. Si en nombre de la identidad musulmana y albanesa de la mayoría de la exprovincia serbia, esta alcanzó la independencia, para disgusto entonces de Moscú, nada impide imaginar un futuro georgiano sin Osetia del Sur y Abjasia, con una aplastante mayoría rusa.

La inviabilidad efectiva que demuestra Kosovo --economía, defensa-- no es muy diferente a la que deberían afrontar estos diminutos territorios caucásicos que se encuentra bajo la tutela rusa.

En todo caso, el precedente sentado en los Balcanes de construcción de estados que se fundamentan en la homogeneidad cultural --salvo Bosnia-- ha contaminado el patio trasero de una Rusia que, sin ser la continuación de la superpotencia soviética, dispone de todos los resortes para hacerse respetar.