Desde las llamadas revoluciones de colores en las repúblicas exsoviéticas de Ucrania y Georgia (2004-2005), que instalaron en Kiev y Tiflis gobiernos prooccidentales, las relaciones de Rusia con la UE sufren un fuerte deterioro, agravado por la independencia de Kosovo. La tensión cristaliza en torno al gas, que el Kremlin usa para impedir que la OTAN y la UE se instalen con sus tropas y el euro en unos espacios de secular influencia rusa y que albergan una importante población rusófona y rusófila. La crisis está propulsada por la caída de los hidrocarburos, que presiona a la baja sobre el rublo y trastoca los planes de modernización de Putin y Medvédev. Influyen también las urgencias financieras de Gazprom, pero no debe olvidarse la incertidumbre que se cierne sobre la coalición que gobierna en Kiev, donde la primera ministra y el presidente protagonizan una cohabitación forzosa ante una oposición aguerrida y prorrusa que representa a la mitad oriental del país. Un arreglo a largo plazo solo se podrá lograr cuando Ucrania deje la ambigüedad geoestratégica que se concreta en recibir gas barato, como si fuera una república soviética, mientras negocia entrar en la OTAN y la UE.