Había anochecido y las calles de la ciudad estaban vacías. Apenas un ligero movimiento de coches en estos últimos días de una primavera engañosa que dará con nuestros huesos en el invierno cuando menos lo esperemos. Falta a veces un poco de calma para comprobar que las rutinas, como la vida, se repiten hasta acostumbrar al ser humano a una manera de vivir. Digo esto porque, rodeado de currantes de la noche en aquel bar, advertí que lo cotidiano puede hacernos mejores o, por el contrario, destruirnos si no sabemos llevarlo bien. Cada mañana, cuando llevo a mis hijos al colegio, grabo el gesto de quien limpia la calle guarecido en su traje de faena, el del funcionario que camina hacia la oficina o el del vendedor de cupones que sabe bien qué es pasar frío. Y en ese teatro diario, todos vamos cumpliendo nuestro papel. El escenario de cada día dibuja un paisaje a veces inquieto por las prisas; otras veces, feliz porque nuestro tesoro se llama tiempo. De vuelta a casa, en el taxi, el conductor saluda de madrugada como si no fuera tarde para mí, como si su labor empezara cuando la de otros termina. De nuevo la vida y, así, los minutos que vuelan como la luz de las farolas que se escapan a la mirada que de quien sabe que el sueño está por llegar. De madrugada parece que la vida no para. Hay gritos de fiesta y ruidos que aniquilan el descanso. Aquello que dijimos por la mañana ya no tiene sentido y las imágenes de nuestra mente se entremezclan con el deseo de lo que está por venir. En busca de otra rutina, despertamos a oscuras y todo vuelve a bullir. El sonido de las cucharas, el café caliente y la sensación que ayer ya no existe. Vivimos rápido. La cuenta atrás no para de funcionar. Hoy lo volveré a intentar.