Profesor de Lingüística de Massachusetts

Los prolongados y tortuosos lazos entre Sadam Husein y Occidente plantean interrogantes acerca de qué temas y situaciones embarazosas podrían emerger en un tribunal. En un proceso justo a Sadam (algo imposible de imaginar) un abogado defensor podría llamar a prestar testimonio a Colin Powell, Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Bush padre y otros altos funcionarios de los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush, que ofrecieron destacado apoyo al dictador, inclusive en sus peores atrocidades.

Un proceso justo debería al menos aceptar el elemental principio moral de universalidad: los acusadores y el acusador deben ser sometidos a las mismas normas. En tribunales de crímenes de guerra, los precedentes son turbios. Inclusive en Nuremberg, el menos defectuoso de ese tipo de tribunales (y con la peor colección de gánsters procesados nunca), la definición de crimen fue algo que los alemanes cometieron, y los aliados no.

"Husein, como Milosevic, tratará de avergonzar a Occidente hablando del anterior respaldo que recibió su régimen. Tal vez sea irrelevante desde el punto de vista legal, pero es algo que crispará los rostros de Chirac y de Rumsfeld", señaló hace poco en The Boston Globe Gary J. Bass, profesor de la Universidad de Princeton.

Un proceso justo demostrará, como lo indican abundantes registros del Congreso y de otras fuentes, que Washington hizo un sacrílego matrimonio de conveniencia con Sadam durante la década de los 80. El pretexto inicial fue que Irak podía conjurar el peligro de Irán, país al que atacó con respaldo norteamericano, pero el mismo apoyo continuó después de concluir la guerra. Ahora, aquellos que fueron responsables por la política de compromiso están llevando a Sadam ante los estrados de la justicia.

En la actualidad, bajo Bush hijo, Powell, Cheney y otros mencionan de manera constante esas atrocidades para justificar la destrucción del demonio. Y eso está bien, aunque no se habla el elemento crucial del respaldo estadounidense a Sadam durante ese periodo.

Estados Unidos ofreció subsidiar el envío de alimentos que el régimen de Sadam necesitaba tras la destrucción de la producción agrícola kurda, junto con tecnología avanzada y agentes biológicos destinados a armas de destrucción masiva. Después de que Sadam se pasase de la raya e invadiese Kuwait en agosto de 1990, la política y los pretextos variaron, pero un elemento permaneció constante: el pueblo de Irak no debía controlar su propio país.

En 1990 las Naciones Unidas impusieron sanciones económicas a Irak, que fueron administradas en buena parte por Estados Unidos y Gran Bretaña. Esas sanciones, que continuaron durante la época del presidente Bill Clinton y siguieron con Bush hijo, son tal vez el legado más lamentable de la política norteamericana hacia Irak.

No hay occidentales que conozcan a Irak mejor que Denis Halliday y Hans Von Sponeck, que sirvieron de manera sucesiva como coordinadores de ayuda humanitaria de la ONU entre 1997 y el 2000. Ambos renunciaron en protesta por las sanciones, que Halliday calificó de genocidas . Tal como Halliday, Von Sponeck y otros han señalado durante años, las sanciones devastaron a la población iraquí y fortalecieron al régimen de Sadam y a sus secuaces, aumentando la dependencia del pueblo del tirano, como única forma de sobrevivir. Además de este asunto central, aquellos a los que preocupaba la tragedia de Irak tenían tres objetivos básicos: primero, derrocar al tirano; segundo, poner fin a las sanciones que afectaron al pueblo, pero no a los gobernantes; y tercero, preservar cierta apariencia de orden mundial.

No puede haber desacuerdo entre la gente decente sobre los dos primeros objetivos. Haberlos conseguido es motivo de celebración. El segundo objetivo podría haberse alcanzado, y posiblemente también el primero, sin socavar el tercero.

El Gobierno de Bush ha declarado de manera abierta su intención de desmantelar lo que queda del orden mundial y gobernar al mundo por la fuerza. En ese sentido, Irak es un proyecto de exhibición. Esa intención ha causado miedo y con frecuencia odio en todo el mundo, así como desesperación entre aquellos a quienes preocupa las posibles consecuencias de ser cómplices de la actual política estadounidense de agresión a voluntad. Por supuesto, la alternativa a esa política es una opción que descansa en gran parte en las manos del pueblo estadounidense.